La jerigonza portuguesa
«Portugal está en llamas mientras sus ciudadanos asisten felices al inicio de una campaña electoral que celebra el triunfo de su pequeña nación frente a la prepotencia de los socios más poderosos de la Unión Europea»
Desde que el rey Alfonso Henríquez convirtiera en reino hace ocho siglos su condado portugalense, los portugueses afrontan la vida y la política con la ... pasión desvaída de un país nostálgico que celebra en su agenda oficial las victorias y las derrotas con la misma emoción. Según el cronista jocoso y zumbón Julio Camba, solo hay en Europa otro pueblo que agita su memoria histórica con tan fuertes de melancolía y firme convicción, los ingleses. Desde hace cuatro años, los ciudadanos de ambos países son proclives también a dar paso en las urnas al deleitoso ejercicio de la jerigonza, que consiste en resolver por el embrollo una situación política compleja. Los ingleses se lanzaron complacidos al mar tenebroso del 'brexit' y los portugueses dieron a luz en las urnas una insólita alianza gubernamental antes ensayada solo en los tiempos de la gloriosa Revolución de los Claveles: el entendimiento de los socialistas con los partidos de extrema izquierda, incluidos los comunistas, feroces adversarios de antaño.
Fue el político conservador y líder entonces del CDS (Centro Democrático y Social) Paulo Portas quien hace cuatro años sacó a relucir su ironía afilada de buen periodista y calificó de «jerigonza infantil» aquel arreglo de una inédita coalición parlamentaria de izquierdas que mandó a la oposición al partido ganador de las elecciones, cuando en Bruselas esperaban la formación urgente de un gobierno capitaneado por los conservadores y apoyado por los socialistas. Portugal estaba en bancarrota y aquella fórmula debía imponerse, según los 'hombres de negro' de la troika que desembarcaban cada semana en Lisboa para controlar de cerca la quebrantada salud financiera del Estado portugués.
Se agotó la legislatura y hoy los periódicos lusos proclaman el éxito rotundo de la política económica que sacó a Portugal del marasmo, poniendo en práctica las medidas austeras asumidas en un pacto de los partidos de izquierda, cuyo cumplimiento avaló con su firma el presidente de la República, el conservador Marcelo Rebelo de Sousa. Su mediación siempre atenta, la fidelidad de los grupos de extrema izquierda que no exigieron formar parte del gobierno (–Los comunistas siempre cumplen con su palabra, pronosticó entonces Rebelo de Sousa) y la capacidad negociadora del primer ministro socialista, Antonio Costa, a veces rayana en el funambulismo, salvaron a Portugal con una austeridad feroz y lo han llevado al dique seguro como premio al alumno aventajado.
Como suele ocurrir en este país de tantas infortunios y contradicciones, Portugal está en llamas mientras sus ciudadanos asisten felices al inicio de una campaña electoral que celebra el triunfo de su pequeña nación frente a la prepotencia de los socios más poderosos de la Unión Europea. Arden como la yesca los bosques de eucaliptos al norte del país mientras los políticos encetan en la placidez de la bonanza económica el discurso de la campaña electoral, a un mes vista del día de la votación. En ninguno de los platós de las televisiones, privadas o públicas, se sientan esos personajes de opereta a quienes los productores del gallinero vociferante llaman 'tertulianos'. El debate puede alcanzar la alta tensión, pero la polémica se rige por las normas del diálogo cortés que impide robar la palabra o subir el tono de voz más allá de los decibelios que alcanza una controversia civilizada. El único gallo respetado en Portugal es el del escudo nacional.
Sentados en la terraza del Café Martinho da Arcada, ante la perspectiva humana y fluvial del Terreiro do Paço, mi amigo ibérico Carlos Carranca me relata la crónica sentimental de las meditaciones y las revelaciones en soledad que allí tenía con frecuencia el gran poeta Fernando Pessoa. Cuando el profesor Carranca no habla de política, su discurso arrollador se vuelve literario. En el barrio de la Baixa, junto al mar de la Paja donde exhibe su fulgor atlántico el Tajo, pasean estos días estivales refrescados por la 'nortada' una multitud de turistas llegados de la Europa lluviosa y también del Extremo Oriente, chinos y japoneses en su mayoría. En los quioscos, los periódicos de la capital celebran el nuevo récord del numero de esos visitantes: veinticuatro millones de turistas este año. Lisboa forma parte ya del grupo de ciudades europeas con mayor atractivo para el viajero de cerca o de lejos y Portugal es «un oasis de estabilidad», pregona el poderoso 'Financial Times'. A pesar de que las restricciones y apreturas de la crisis no han pasado, Portugal hoy es un país optimista y feliz.
La campaña electoral no logra apoderarse de las primeras páginas de la prensa y la crónica política al uso se centra en proclamar la victoria cierta del Partido Socialista, la recuperación del joven Bloque de Izquierda, a costa de una rebaja votantes del Partido Comunista, y la carrera hacia una derrota contundente del debilitado partido conservador CDS-PP. Es tal esa certidumbre en los pronósticos de los comicios del 6 de octubre que los comentaristas más sagaces no encuentran argumentos para llenar sus columnas de opinión. Mientras los bomberos no acaban de sofocar los incendios forestales en el norte, una cierta calma electoral enfría la campaña recién inaugurada. Quizás forzando la tiranía de los sondeos, algunos comentaristas se atreven a romper el tedio prematuro del resultado sacando a colación una posible deriva de las urnas: que el Partido Social Demócrata en crecimiento y su nuevo líder, Rui Rios, llegado a la capital desde el emporio industrial de Oporto, rompan las previsiones y alcancen un numero de diputados suficiente para que el socialista Antonio Costa intente una coalición que podría sumar la fuerza parlamentaria suficiente para llevar a cabo las esperadas reformas constitucionales, que exigen una mayoría cualificada en la Asamblea Nacional.
Así navega estos días después de la tormenta la política portuguesa, en el mar tranquilo de la bonanza económica. Los nostálgicos del dictador Oliveira Salazar sostienen que este guardaba en cofres secretos el oro llegado por entonces a borbotones hasta la metrópoli desde las colonias portuguesas. Escaso mérito político era ese; hoy los socialistas de Antonio Costa exhiben ante Europa su éxito rotundo frente a la bancarrota nacional.
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