Tal día hizo un año
Los ornamentos del Espolón rescatados del Pisuerga presenciaron innumerables recreos y pendencias de una Valladolid capitalina que ahora habitamos y mantenemos
El Pisuerga no siempre ha tenido amigos tan leales como los que ahora se afanan por atenderlo, pero hay pruebas de que su hechizo viene ... de largo, como confesó Tomé Pinheiro da Veiga en el siglo XVI, al deleitarse ante la quietud regalada por las choperas y alamedas que lo abrigaban. Ya entonces describió nuestra ribera como una retahíla de «infinitas quintas de recreo y floridas huertas que pueblan las orillas del río, arriba y abajo, por más de una legua».
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Gracias a sus atenciones y con la ayuda de los buzos de la Guardia Civil, esta amistad de quienes lo atienden a diario ha rescatado de su lecho algunas piezas ornamentales del histórico Espolón. Y a pesar de que los Geas se han visto obligados a peinar la cartografía del fondo del Pisuerga ante la constatación de no pocas desgracias, en esta ocasión la busca es grata. Pretende acicalar con algún botín ponderable nuestra memoria colectiva. Una vez más, la aventura que algunos persiguen con el mando a distancia, entre canales de pago, se desarrolla junto al semáforo de camino al trabajo: los buzos rastrean el fondo del cauce, sortean los obstáculos, vigilan las corrientes, se enfrentan a sus trampas, escarban, empujan y rescatan. Bajo el agua turbia los movimientos habrán de ralentizarse. El tiempo acaso se detenga para que el río pueda convertirse en un arcón custodio sine die hasta que, sobre su lecho, la respiración del mundo ridiculice por completo nuestra escala.
En ocasiones es oportuno abandonar la superficie y sus vaivenes, caer hasta el fondo, donde el silencio reposa y madura, como los buenos vinos, para encontrar estos objetos olvidados o perdidos, siempre interesantes. Sin embargo, no es menos cierto que cuando buscamos en el pasado detalles de lo que pudo ser, admitimos también la necesidad de un amparo que nos procure, si no fortaleza, al menos protección. La identificación con un pasado admirable desvela cierta querencia a elevar la cotización supuesta de nuestro currículo presente, como si la interpretación actual de aquellas hazañas puntuara en nuestro favor. Este pudiera ser el caso con el rescate de los restos ornamentales del Espolón, testigos presenciales de una remota gloria imperial, como pudo ocurrir con la festejada y puntual excavación en busca de los restos de Red Hugh O'Donnell.
La piezas ahora rescatadas no solo presenciaron innumerables paseos entre confidencias, recreos y pendencias de una Valladolid capitalina que habitamos y mantenemos. También fueron testigos de otros momentos singulares, como aquellos juegos acuáticos ante el emperador Felipe II, entre galeras y barcazas, pescadores expertos en apnea y fuegos mitológicos nocturnos. Así que me pregunto cuántos fascinantes botines oculta nuestro río. Podríamos imaginar por un instante su lecho seco y expuesto a la luz delatora del sol. La medida de nuestro pequeño mundo cambiaría por completo. Una sima separaría las dos orillas. Nos sorprendería la profundidad, la parda monocromía dispuesta por una pátina arcillosa y polvorienta. Quién sabe cuántos artilugios, casi descompuestos o herrumbrosos, yacen entre los nueve puentes. ¿Sería suficiente esta posibilidad para invitar a la investigación metódica o nos basta la muestra rescatada para envanecer, una vez más, el orgullo? En cualquier caso, las bolas ornamentales rescatadas del lecho del Pisuerga vuelven a la luz, como si despertaran tras una siesta breve de cuatro centurias. Qué es eso para sus entrañas calizas, apelmazadas con la paciencia acumulada de las edades geológicas. A nosotros, sin embargo, doce meses de nada se nos han hecho bola en la boca, una eternidad en la espalda, un cuento sin fin en el recuerdo.
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