Josemari Alemán Amundarain

'La guerra del cerdo'

«Uno de los desafíos nucleares a los que nos enfrentamos es la relectura del pacto intergeneracional, base de nuestro modelo de sociedad y de convivencia»

Martes, 7 de mayo 2019, 06:52

15 de junio de 1859. En las islas de San Juan, situadas entre Vancouver (Canadá) y el continente, el granjero americano Lyman Cutlar encontró un gran cerdo negro comiéndose sus patatas. No era la primera vez, así que muy molesto cogió su escopeta, apuntó al puerco y le disparó.El animal era de un vecino suyo, un tal Charles Griffin, granjero irlandés con el que hasta el momento había vivido en paz. Cutlar le ofreció una indemnización, pero no llegaron a un acuerdo. El incidente generó un conflicto internacional que culminó tras casi veinte años de disputa, arbitraje alemán incluido, con la cesión de las islas a Estados Unidos. Es lo que se conoce como la 'Guerra del Cerdo' ('Pig War').

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Un siglo más tarde –entre 1966 y 1968–, cuando Adolfo Bioy Casares tenía algo más de 50 años, el pelo encanecido y la firme intuición de ser un viejo, escribió una novela que comienza un 25 de junio cualquiera en un barrio sin nombre de Buenos Aires y que lleva por título 'Diario de la guerra del cerdo'. Un hombre mayor llamado Isidoro Vidal, persona gris y tímida, que vive en una pensión de mala muerte con su único hijo, Isidorito, y al que la decrepitud acecha, es hostigado y perseguido junto con sus amigos por una furibunda banda de jóvenes, en una suerte de guerra generacional cuya violencia se incrementa paulatinamente hasta el asesinato. Los 'cerdos' (los viejos) son obligados a disfrazarse de jóvenes para salir de casa, camuflándose bajo pelucas relucientes y dentaduras postizas blancas y perfectas, a fin de disimular su edad y huir de los furiosos ataques.

En estos últimos meses, tanto Aubixa Fundazioa en San Sebastían como el Ayuntamiento de Lérida han impulsado foros con mujeres y hombres para debatir sobre el pacto intergeneracional: unos, con invitados de entre casi los 20 años y pasados los 30; otros, de entre 40 y 50; y, finalmente, unos terceros, con mayores de 65. A todo ellos se les preguntaba por cómo ven su vida actual y si, en esas condiciones, estarían dispuestos a cuidar de otros; a 'reciprocar', por decirlo así. Y en caso de necesidad, si se abrirían a modificar el nivel y la calidad de su existencia para que otros también vivan mejor.

El resumen es el siguiente. Los mayores entienden que lo que atesoran se lo han ganado, que han sido unos luchadores, unos 'tiraos p'alante'; que el disfrute de la jubilación es ahora su momento después de haber soportado lo indecible – «¿Sabéis que hubo un dictador?»–, de haber trabajado como mulas, de vivir en condiciones penosas intentando aun así «ser felices», de haber cuidado (ellas) a padres, hijos y familia política. No quieren perderse nada –y siguen ayudando mucho–, porque, ¡por fin!, les toca a ellos. Quieren alcanzar el don de la 'eterna madurez' y aparcan cualquier conversación sobre discapacidad o dependencia: mentarla es peor que nombrar a Belcebú. Saben que este es el último vagón del último tren. Admiten que no dejan un mundo perfecto, pero son los jóvenes los que deben arrear. Sorprende que, ante la evidencia de que las nuevas generaciones encaran una vida complicada, en la que el ascensor social se ha parado y los límites de la dignidad se estrechan, miren para otro lado, eludan confrontarlo, aparten lo que les 'incomoda'.

Quizá porque se perciben perdedores, asombra también, en la otra grada, que algunos jóvenes –no todos– se muestren más dispuestos a 'reciprocar' que sus mayores pese a la precariedad de sus empleos, las expectativas llagadas, la inseguridad, la imposibilidad de desarrollar un proyecto de vida autónomo. Los jóvenes que han asistido a estos grupos son muy diversos: los que no llegan a los 20 están estudiando todavía y miran con cara de pasmo a los de 30; los de veintitantos, que ven aproximarse un futuro escabroso y comienzan a expresar quedamente que pintan bastos, que se sienten atrapados, que 'nos engañaron', y los treintañeros que solo tienen un hijo o ninguno, porque no ganan los suficiente ni trabajando de ocho a ocho. Sus sensaciones las describe certeramente Marina Garcés en su 'Nueva ilustración radical': «Lo que se padece es una impotencia vinculada a la imposibilidad de ocuparse y de intervenir en las propias condiciones de vida…, un nuevo sentido de la desesperación».

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En este cuadro tenemos, por una parte, la 'lejanía generacional afectiva' que marcan los mayores con respecto a los jóvenes y que se puede resumir en «yo ya luché, ahora me toca a mi disfrutar, y a ti, pelear»; y, por otra, la resignación teñida de desencanto, frustración y hasta cabreo de los jóvenes hacia las generaciones que les anteceden, a las que consideran nutridas de prebendas injustas. Por lo que resulta costoso plantear la demanda urgente que anima estos foros: ¿Estaríais dispuestos, vosotros los jóvenes, a cuidar de vuestros mayores, a seguir aportando? Y, vosotros mayores, ¿os plantearíais hacer algún esfuerzo (no necesariamente económico, ¡quede claro!) por una sociedad solidaria entre todas las generaciones? Anticipo que las respuestas no alientan el optimismo. Pero por eso mismo apremia ponerse en marcha ante uno de los desafíos nucleares de nuestra sociedad: la relectura del pacto intergeneracional, base de nuestro modelo de sociedad y de nuestra convivencia.

Cuando terminaban los grupos y volvía caminando al coche, a menudo pensaba en Bioy Casares y su 'Diario de la guerra del cerdo'. ¿Se está fracturando esta sociedad y no nos enteramos? ¿Adónde vamos si perdemos este pacto entre las generaciones que nos sustenta? ¿Nadie lo ve? ¿Es esto tan grave o solo me lo estoy imaginando yo? ¿Nos encontraremos, en realidad, cerca de esa guerra intergeneracional? Desasosegado, pensaba en mi hermana, que siempre me recuerda lo muy exagerado que soy. Lo cual me serenaba entonces y me tranquiliza ahora, porque espero que, como en tantas otras cosas, en esto también tenga razón.

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