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José María Ayala. ABC

José María Ayala, la vida por un oficio

«Fue un amigo para la mayoría, pero sobre todo un miembro de esa raza especial. La raza de aquellos que profesan el amor a la verdad»

Viernes, 24 de octubre 2025, 10:54

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Allí estaban todos. Todos pasaron ayer en algún momento a rendir el homenaje merecido a un compañero. Un amigo para la mayoría, pero sobre todo un miembro de esa raza especial. La raza de aquellos que profesan el amor a la verdad. Un amor sincero, aunque a veces no puedan expresarlo. Ayer se reunieron para consolarse, abrazarse y reconocerse entre ellos. Los periodistas son una tribu y José María Ayala (delegado de ABC en Castilla y León) era un reconocido miembro de los comanches. Un tipo de aspecto triste, pero con ese fino sentido del humor de quienes vienen de las brumas del norte.

Eran finales de agosto cuando la buena de Montse Serrador me llamó desde las urgencias del clínico. Habían aterrizado allí con su jefe tras una crisis convulsiva en plena redacción. «Nada bueno», pensé. Las pruebas confirmaron las peores sospechas. Cuando uno convulsiona por encima de los cuarenta algo nuevo ha aparecido en el cerebro. Así era. Al día siguiente aproveché el descanso del café para subir a saludarle y estuvimos un buen rato hablando. Él lo sabía todo. Me preguntó poco y le contesté poco. Por lo poco que preguntó supe cuán consciente era de la situación. Por lo poco que le contesté, él supo que no estaba equivocado.

No es fácil ese momento. Este oficio de la medicina tiene algo en común con el de la tribu: hay que saber contar la verdad. Nuestro trabajo consiste en averiguar lo que ocurre en el interior de un cuerpo enfermo y después sentarte en el borde de la cama a contarlo. Como en el caso de la prensa, los titulares son importantes. Él ya los conocía. Como buen lector y responsable del ABC, se había leído el texto completo. Me ofrecí a lo que se necesitara y me lo agradeció. Al despedirnos nos miramos como se mira uno en esas ocasiones. Solo quería volver a trabajar. Quería vivir todo lo que le quedase y vivir, para él, era cumplir con su oficio. Nos vimos unas cuantas veces después, alguna por obligación médica, y nunca dejó de sorprenderme su entereza.

Me quedé con las ganas de contarle la anécdota de mi madre. Una anécdota que Montse conoce bien. Mi madre lleva leyendo el ABC de cabo a rabo al menos 70 de sus 96 años. Como pueden ustedes imaginar, alguna vez ha tenido la ocasión de leer algo sobre su hijo y alguna vez no para bien. Un día me la encontré echando pestes al llegar a casa: «No vuelvo a leer este periódico. Le he dicho a tu hermana que me borre de la suscripción». Estaba tremendamente ofendida no recuerdo por qué. Una madre es una madre y con un hijo no se mete nadie por muy del ABC que sea. Se lo conté a Montse para que se dieran cuenta de la gravedad de la situación. Nos reímos mucho y afortunadamente mi hermana no le hizo caso.

Ahora que estoy a punto de abandonar este innombrable oficio de la política, me gustaría reconocer en Ayala el trabajo de todos los plumillas. El trabajo de esa noble, mal pagada y despreciada tribu, la última trinchera de la libertad. Porque cuando la verdad desaparece hoy entre la maleza de las redes sociales, la libertad se extingue y el mundo se vuelve intransitable.

Hoy me gustaría que Ayala supiese que mi madre sigue pasando las páginas de su periódico cada día y que lo sigue haciendo por la razón por la que dejó su vida hasta su último aliento en su trabajo: por amor a la verdad. Gracias a todos.

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