Exceso de ruido
«Caigo en la cuenta de que el hombre es un animal ruidoso. Rechinamos de modo permanente»
Sucede durante un viaje. Voy de Barcelona a Madrid, en el Ave. A media mañana. Se sienta a mi lado un hombre de mediana edad. ... Es abogado, si juzgo por los papeles que extiende pronto sobre la mesita auxiliar. De vez en cuando, cada cinco o diez minutos, emite un ruido seco, casi metálico, de origen impreciso. Sin duda es orgánico, no es artificial, no suena a un dispositivo. Parece pulmonar, pero no lo identifico con el sonido de los bronquios, sino con algo más estructural. Resuelvo que es un tic, pero tan intrínseco que se ha convertido en algo maquinal. Tan propio de él que le trasciende. Estoy casi seguro de que no es consciente de emitir esa señal.
Me observo por si acaso. Pasado un rato me convenzo de no prorrumpir un sonido parecido. Me intranquiliza pensar que pueda ser tan molesto para los demás como lo está resultando el compañero de asiento conmigo.
Caigo en la cuenta de que el hombre es un animal ruidoso. Rechinamos de modo permanente. No solo cuando accionamos o estamos en pleno movimiento, sino en reposo. Esto es más inquietante. El cuerpo se desgañita en medio de la quietud y del silencio. Nadie está callado mucho tiempo, o al menos no lo está el cuerpo. Si alguien sostuviera ahora, ante mí, que el cuerpo es un altavoz alborotador y siempre abierto, le daría la razón enseguida.
Cierro el libro que llevo, uno especialmente elegido para el viaje, y dormito un rato. Espabilo y me intranquilizo. Me inquieta la idea de haber provocado ruidos durante el sopor. Quizá una respiración más fuerte, o algún suspiro secreto, o, lo que es peor, algún ronquido. Me siento un animal molesto y poco civilizado. Me viene a la cabeza que hasta las tripas hacen ruido. Aunque este sonido curiosamente siempre es consciente y despierta algo de vergüenza o, al menos, cierta tendencia al pudor y a la justificación. «Me suenan las tripas», confirmamos raudos en voz alta. Debe de ser porque el vientre se prolonga en el bajo vientre, donde los animales concentran las excreciones y el amor.
Llego a casa algo obsesionado. Me dejo caer en el sofá, que resuena y se mueve un tanto. No sé si cruje la madera o algún muelle. Quizá esté viejo. Tiene veinte años. No debo sentarme así. Sentarse no es tirarse, o rendir el final del movimiento a la inercia. Por añadidura, hacerlo es un gesto senil, de limitación muscular, que uno debería suprimir por estética y por respeto, pues el movimiento se transmite a quien comparte el televisor o explora también el silencio.
Luego toso, carraspeo y me tengo que sonar. Estoy sentado pero me muevo demasiado. Es imposible estar quieto, y los movimientos se escuchan demasiado. De vez en cuando susurro algún comentario sobre lo que estoy viendo. Caigo en la cuenta de que las personas no solo somos verbales, hijos del logos, sino que somos animales rumorosos.
Me desespero.
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