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Robert Francis Prevost Martínez es el nuevo Papa de la Iglesia católica con el nombre de León XIV. Su elección en menos de 24 horas de cónclave es sin duda el resultado de una anuencia amplia. A lo que habrá contribuido su experiencia a la vez pastoral, misionera y de gobierno como atributos esenciales para quien, por su edad –69 años–, puede tener la responsabilidad de liderar a los católicos durante mucho tiempo. Es el primer pontífice estadounidense y el segundo americano en un mundo sometido a fuertes tensiones y sujeto a desafíos que tienden a cuestionarlo todo. Las palabras que el nuevo obispo de Roma compartió desde el balcón de las bendiciones de San Pedro, empezando por la elección de su nombre –que evoca a León XIII y su doctrina social– y las dos menciones a Francisco, fueron paz, puente, diálogo, caridad, cariño y un «camino sinodal» sin descanso para hacer realidad que «Dios ama a todos por igual».
Es más que improbable que León XIV proceda a una revisión explícita de unas u otras líneas de actuación establecidas por su antecesor al frente del Vaticano. Pero la ejecutoria del nuevo pontífice contribuirá sin duda a poner a prueba el significado y la solidez del legado de Bergoglio, más allá del talante y de los modos empleados por éste respecto a los matices que introduzca Prevost. Lo que se conoce de la personalidad del nuevo Papa –sereno, moderado, integrador– en cuanto a su trayectoria anterior a su elección puede ser indicativo de cuál será su proceder ahora que inicia el liderazgo de la Iglesia católica. Pero también puede abonar la especulación sobre un pontificado del que todavía no se conoce más que la figura de su titular y el hecho de que no hayan sido elegidos los demás.
Ningún Papa puede ser el mismo que era la víspera de su designación. Ni el eventual conocimiento de la lista de cardenales que le hayan votado será capaz de perfilar los propósitos y los condicionantes de su obra posterior. Entre otras razones porque el consenso obtenido mediante el apoyo de más de dos tercios de los electores no limita la anuencia que requerirá o que, eventualmente, podría obtener en el seno de la Iglesia católica a lo largo de su mandato.
León XIV tiene ante sí retos inexorables, empezando por la necesidad de los católicos de sentirse unidos en su diversidad; una tarea para la que parece especialmente dotado. De mostrarse abiertos hacia quienes no creen o lo hacen de otra forma. De atender los cambios que experimentan el mundo y la propia humanidad. De mostrarse sensibles y diligentes en la resolución de los problemas de todos, sin exclusión. Y certeros en la identificación del Mal –León XIV afirmó ayer que eso no prevalecerá– como requisito para obrar el Bien.
Retos todos ellos que el nuevo Papa podrá afrontar solo si se muestra capaz de aunar voluntades a partir de la vasta e intrincada realidad que representa la propia jerarquía eclesiástica. Para lo que su experiencia al frente de la orden de San Agustín y el dicasterio de los obispos encomendado por Francisco le facilitarán su labor, a los que deberá sumar con celeridad los resortes de los que el Vaticano se sirve para influir y mediar en un ámbito internacional que el nuevo Papa encontrará más complejo que nunca. Un agustino con más de media vida entregada a la labor pastoral en Perú se presenta como antídoto de la polarización que afecta al mundo, incluidos los católicos. Un pontífice estadounidense producto del mestizaje de esa emigración que Donald Trump ha puesto en la diana.
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