Editorial: Polarización extrema
Editorial ·
Estados Unidos no puede salir de las elecciones presidenciales con una mayor división sin poner en riesgo la convivencia en una sociedad tan diversa en su inmensidadLas elecciones a la presidencia de Estados Unidos no acaban de dar un triunfador en el pulso entre Donald Trump y Joe Biden. Una participación ... sin precedentes desde hace un siglo –con cien millones de votantes que depositaron sus papeletas por adelantado o por correo– y el propio sistema electoral prolongan el escrutinio, con la posibilidad de que quede en suspenso a causa de impugnaciones y recursos posteriores. El primer martes de noviembre confirmó que, a pesar de la confrontación sin concesiones en que se desarrolló la larga campaña, los norteamericanos viven la democracia con la normalidad que demostraron en la jornada. Una normalidad que debería extenderse ahora al recuento de todos los votos emitidos, a la asunción de la derrota por parte de quien no resulte ganador y, en su caso, a una litigiosidad que recurra a argumentos legales ante los tribunales renunciando a enervar a los respectivos seguidores.
Sea cual sea el dictamen final de las urnas, EE UU no puede salir de las presidenciales más dividida que antes sin poner en riesgo la convivencia en una sociedad tan diversa en su inmensidad. Un compromiso que ninguno de los candidatos y de los partidos que les respaldan pueden eludir, pero que señala especialmente a la responsabilidad de quien hoy ocupa la presidencia del país. Una obligación institucional básica que dejó de lado en la noche electoral al denunciar, con la desfachatez que le caracteriza y sin prueba alguna, un supuesto «fraude» mientras se proclamaba vencedor a falta de millones de papeletas por contar.
La polarización partidaria no es solo consecuencia de que existan percepciones e intereses difíciles de conciliar ante sucesivas crisis, o de que las incertidumbres de los últimos años empujen a los ciudadanos a la búsqueda de referencias identitarias divergentes. Es ante todo una estrategia deliberada que, de algún modo, favorece a quien decide aplicarla. Bien porque disuade a los otros, bien porque moviliza a los propios. Pero la altísima participación electoral del martes no solo fue consecuencia del abismo generado por el distanciamiento entre dos polos, representados por Trump y Biden.
Fue también fruto de la segmentación de los anhelos ciudadanos en una infinidad de targets electorales. De una atomización del país que ya se ensayó en 2016 según orígenes, género, edad, estudios, o condado. Esto último podría ser beneficioso para la mayoría de los estadounidenses siempre que se tradujera en políticas efectivas de bienestar. Pero si la división tiende a perpetuarse y la sinrazón ocupa un espacio creciente en la vida pública del país, hasta su pluralidad puede acabar negándose a sí misma, ensombreciendo al resto del mundo.
España y la UE asisten al recuento con la prudencia diplomática debida ante un desenlace incierto al frente de la primera potencia mundial. Pero ni los españoles en concreto ni los europeos en general podemos atender a la vigilia que rodea la Casa Blanca como si nos diera lo mismo el veredicto final de aquellas urnas, aunque merezca el máximo respeto democrárico sea cual sea. Pero es ineludible tener en cuenta que Trump se encuentra más lejos del proyecto europeo y de los valores y objetivos comunes a la inmensa mayoría de la Unión de lo que cabe esperar de Biden. Ayer mismo EE UU salió formalmente del Acuerdo de París frente al cambio climático por decisión de Trump. Solo haría falta que el resultado de las presidenciales provocase una ola de negacionismo global contra las evidencias científicas en medio de la pandemia.
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