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José Ibarrola

El divorcio

«Lo más infeliz e inquietante, incluso repelente o, al menos, lo más cobarde, es el divorcio interno, esto es, el mantenimiento del vínculo formal pero sin ningún eco personal»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 7 de agosto 2020, 08:21

Cuentan los historiadores de la vida privada que, en el siglo XVIII, una pareja recién casada no tenía ante sí más de diez años de ... convivencia juntos. La esperanza de vida era muy corta. Estadísticamente uno de ellos moría y generalmente era la mujer la que fallecía primero, pero no de muerte natural, sino sacrificada por los embarazos. En cambio, una pareja que se case hoy a los veinticinco años tiene por delante sesenta de vida en común.

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No está claro si son pocos o muchos. En referencia a la vida propia son pocos, pues las cosas de la vida, si no se es muy desgraciado, siempre parecen breves y parcas. Pero en cuanto a la vida en pareja, la respuesta es más peliaguda. Y, según las circunstancias, definirse en público exige mucha más diplomacia. En cualquier caso, es evidente que, en estas materias, como en todo, las miradas pueden ser muy divergentes. Hay quien se siente o se cree feliz por ir cumpliendo bodas de todos los colores y metales, y quien con el paso del tiempo sufre de hartazgo, monotonía, prisión y falta del ingrediente de novedad que sazona la vida y la provee de sentido.

Por ese motivo la convivencia prolongada es, para unos, una prometedora esperanza y, para otros, una lógica desilusión. Sin atender a las estadísticas sociológicas, sino guiados por el sentido común de los juicios salomónicos, no queda mal decir que la mitad de los matrimonios prolongados se mantienen y la otra mitad acaban en divorcio o separación interior.

Se ha llegado a decir que el incremento real de los divorcios, por dolorosos, intempestivos y funestos para los hijos que puedan llegar a ser, en el fondo son consecuencia de tres buenas noticias. La primera, que el aumento de la libertad individual lo ha hecho posible de un modo general y no sólo para algunas clases privilegiadas. Recordemos que en la antigua Roma sólo las aristócratas se separaban con legítimo derecho. En segundo lugar, el mayor aumento de divorcios refleja el crecimiento de los matrimonios por amor –o por interés amoroso, para no ser tan romántico–, lo que permite que haya desuniones también por simple desamor, sin otras razones patriarcales, sociales o económicas. Y, en tercer lugar, porque son indicativos, como decíamos, de una mayor esperanza de vida. De una mayor posibilidad de cansancio. Así lo sostiene al menos el filósofo francés André Comte-Sponville, que reflexiona con criterio sobre estas cuestiones tan trágicas y burdas, aunque a la vez tan trascendentales y delicadas.

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En cualquier caso, lo más infeliz e inquietante, incluso repelente o, al menos, lo más cobarde, es el divorcio interno, esto es, el mantenimiento del vínculo formal pero sin ningún eco personal. Sin afecto. Unidos bajo el amenazante crecimiento del odio y del desprecio, y sin más vínculo que el miedo a la soledad, el saneamiento de la economía familiar y los sueños vengativos del superviviente.

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