Divagación
«Sé que un periódico de provincias no es lugar para escribir sobre asuntos tan íntimos y escabrosos, pero me valgo de la disculpa que me presta haber completado con esta crónica la redonda cifra de ochocientos artículos»
Mi colega Coleman Silk me ha escrito este sábado desde Newark y me envía un comentario fulgurante que despierta de cualquier embotamiento. Se trata de ... una breve observación de Georges Bataille referida a su madre. Una consideración que se podría tachar a la vez de pintoresca y desvergonzada. Una mezcla que seguramente complicará la digestión de algunos lectores. Sé que un periódico de provincias no es lugar para escribir sobre asuntos tan íntimos y escabrosos, pero me valgo de la disculpa que me presta haber completado con esta crónica la redonda cifra de ochocientos artículos. Todos bajo esta cabecera que, por cierto, también lo fue de mi padre. Heme aquí preso, por lo tanto, entre el recuerdo de mi progenitor, que me antecede en cuanto hago, y casi me presta las letras para que yo divague a mis anchas, y la disquisición sobre la madre que Coleman me envía por correo. Por correo postal, pues mi amigo prefiere las cartas al maileo. No confía en el correo electrónico, al menos cuando quiere lograr el tono y la intensidad necesarias. Sospecha de la oscuridad que provoca la inmediatez. Cree que para ciertos contenidos personales se necesita que pase tiempo entre escribir y leer. Si no te puedes retrotraer al momento en que tu corresponsal ocupó contigo su pensamiento, y le miras a distancia, poco sabrás de él. Coleman piensa, además, que las palabras ganan consistencia y profundidad cuando viajan por el tiempo o cuando son muy esperadas. Por eso pocas cartas son tan estremecedoras como las que se reciben o redactan en una trinchera, o las que escribían las locas desde los manicomios, cuando se las había apartado bruscamente y para siempre de sus hijos por un quítame allá esas pajas. En cualquier caso, ochocientos es un número suficientemente rotundo para justificar cualquier atrevimiento. Nunca pensé llegar tan lejos. No tanto por cuestiones de edad y supervivencia, que uno no puede controlar y nada consigue imaginando antes o después el inapelable final, sino por aburrimiento o por quedar vencido por la mala imagen que se puede llegar a causar ante sí y ante los demás. Menos mal que, en la práctica, esto lo lee muy poca gente y quienes lo hacen suelen ser gente rara. O eso me respondo yo los días en que me preguntó qué estoy haciendo.
Mi manera de pensar es algo atravesada y escribo como aprendí en el colegio, lo cual no es bueno, pero debe ser suficiente porque los encargados de la sección aún no me han despedido, aunque seguro que más de una vez lo han llegado a pensar. A veces me cambian de día o me llevan de par a impar, pero creo que no hay nada contra mí –en esto soy confiado–, sino necesidad de dejar mi espacio a alguien que ha porfiado más. Los periodistas son muy caprichosos con los sitios y a veces se empecinan en ocupar el lugar de otro y tienen poder para hacerlo. Pero no me quiero enrollar. Volvamos a Coleman, a la madre y a Bataille.
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