Los curiosos
«Algunos disfrutan paseando entre las sepulturas pues experimentan la extraña alegría del superviviente, y se entretienen saboreando los epitafios»
La falta de curiosidad la identificamos con la carencia de deseo de saber, con el amilanamiento o con la sangre de horchata, tres valores que ... hacen de cualquiera que los prime un sujeto despreocupado o displicente. Pero la curiosidad, si se despierta en exceso, peca de entrometimiento y cae en el feo hábito de vivir la propia vida colonizando la del resto. Para el entrometido las cosas foráneas parecen más de su incumbencia que las suyas, pues sólo sabe vivir rellenando el vacío interior con aventuras prestadas.
En el tratado que Plutarco dedica al tema de la curiosidad, elevado por su estilo e inimitable por su tono y agudeza, aporta comentarios y recomendaciones que, con el paso de los siglos, resultan muy sugestivos. Así, a la hora de combatir la indiscreción, viene a criticar la costumbre de ir por los caminos leyendo los epitafios de las tumbas o las inscripciones de los muros, pues, a su modo de ver, el ciudadano sensato no encontrará nada útil ni placentero en ese ejercicio. Y añade que, aunque pueda parecer banal ese hábito, al no ser los epígrafes más que naderías que no hacen daño por ser leídas, pueden acabar por perjudicar a quien se dedica a investigar lo que no le concierne.
Es difícil comparar la curiosidad por los epitafios en tiempos de Plutarco y trasladarlos al presente. Las tumbas ocupaban los laterales de los caminos y exhibían ante el público el nombre del desaparecido, la razón de su vida o las últimas recomendaciones o lamentos con que se había despedido. Hoy, en cambio, los cementerios se tapian, se ocultan sobre sí mismos, se alejan del centro de las ciudades, cierran sus puertas a horas convenidas y, salvo los túmulos más pretenciosos, guardan lápidas que intentan pasar desapercibidas y en discreto silencio. Un silencio sólo roto para el paseante por el rumor de eternidad que brota del suelo.
Sin embargo, hay visitantes asiduos que aprovechan al máximo el alejamiento y la soledad del cementerio. Entre las tumbas se sienten más vivos, menos solos y más próximos a su pensamiento. Porque en ellos la verdad resuena en cada camino, pues no hay verdad más resuelta y cierta que la del difunto confinado sin plazo en su angosto dormitorio. No hay nada falso en ese espacio que reúne el reverso del mundo, el antes y el después de cada momento. Ni hay impostura o halago que no ruede por la tierra y caiga fulminado por el terror que causan las cuencas vacías de los sepulcros.
Entre estos visitantes recurrentes los hay que van buscando entre las lápidas nombres sonantes y evocadores, para imaginar a su gusto la vida de los personajes que fueron sus portadores. Y también algunos que, como en tiempos de Plutarco, disfrutan paseando entre las sepulturas pues experimentan la extraña alegría del superviviente, y se entretienen saboreando los epitafios,convencidos de que, más allá de vanidades y falsos elogios, sólo las palabras nos salvan de la muerte.
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