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Cada uno se enfrenta a sus mañanas como puede. O como le dejan. Mi vecino lo hace fumándose el primer cigarrillo del día en el balcón. A primera hora, cuando las calles aún están frescas y vacías, él sale a fumar. Mientras, en mi casa vamos corriendo por el pasillo, tropezándonos en el cuarto de baño y peleándonos por un trozo de espejo. Pero mi vecino, ajeno al zafarrancho de combate que se monta a escasos metros de su piso, sigue fumando reflexivamente, con parsimonia y concentración.

Todas las mañanas deberían comenzar así. En silencio. Con o sin humo, pero sin ruidos. Y sin prisas. Después, uno ya puede mojar las noticias en el café con leche, enjabonarse con el estado del tráfico y encabronarse lo suficiente como para salir a plantar cara a lo que nos espera ahí fuera. Pero mi vecino parece permanecer indiferente a las guerras cotidianas, despojado de cualquier apetito, de cualquier ansia, contemplando desde lo alto de su balcón la pequeña parte del mundo que le ha tocado en suerte, como Simeón el Estilita desde su columna. O, al menos, eso parece.

Porque, probablemente, mi vecino no sea un asceta, sino un pobre hombre al que su contraria no le deja fumar dentro de casa. Y él, por no liarla ya tan temprano, obedece. Y su cara no es de contemplación serena, sino de capitulación absoluta. Y lo que a él le gustaría sería echarse el cigarrillo en el sofá después de desayunar. Y en lo único que piensa, mientras mira a la calle, es que van a venir los nietos a comer y le van a joder la siesta. Y en que, o convence a su parienta de que le deje fumar en la cocina, o se va a helar en el balcón cuando llegue el invierno. Y en quién será la tía esa que lo mira desde la ventana de enfrente.

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