Luces
«Impacta lo deslumbrante, efímero y colorista, que activa mecanismos tan emocionales como superficiales»
A mí, desde hace tiempo, me apetecía hablar –escribir, mejor dicho– de esos (y esas) simplones que manejan con especial torpeza las luces de los ... coches. Los que llevan las antiniebla cuando corresponden solo las cortas, los que no ponen ninguna cuando no se ve un carajo, y quienes activan (yo creía que ya no existían, precisamente para evitar confusiones de los espabilados de turno) las de posición, que es como dar un brochazo de pintura amarilla en el faro, y que el que viene de frente quizá vea en el momento del impacto.
Incluso puede que las balizas V16 merezcan su propio artículo. Porque, claro, lo de no salir del coche puede tener su sentido. O no. Según donde quede varado el automóvil igual lo mejor es no permanecer en él, y es recomendable salir por piernas de modo instantáneo. Me debato entre pensar que es un avance, o quizá solo un buen negocio.
Pero, ya en corto y por derecho, el título que aparece en la cornisa de este texto se refiere, claro, a las luces que colonizan calles y plazas con un inusitado adelanto a las fechas de Navidad. Que tanto impacto causan, que incluso crean su propio turismo. Me cuesta empatizar con los fans de este tipo de escenarios, atiborrados de impactos visuales, puntos led, con ciudades que rivalizan en el número de millones de bombillitas o como se llamen. Uno puede llegar a atiborrarse de tanto fotón, sobre todo cuando mis gustos se concilian más con calles adormecidas en un ambiente neblinoso, con farolas que apenas pueden emitir un luminoso mensaje morse de aquí estoy yo. Recogimiento, sin ceder a la melancolía, pero sin entregarse en brazos de una ñoña efervescencia infantilizada.
Aquí, a orillas del Pisuerga, el asunto ofrece su propia perspectiva, más allá de los naturales efectos de emotividad que produce la serotonina, y que a los comercios les viene tan bien. Nada que oponer. Pero…
Pero que yo no me veo paseando por Duque de la Victoria para regocijarme con los arcos lumínicos, variopintos y desenfadados. Sí me detengo, en ocasiones, cuando no voy con prisa, para contemplar las fachadas del Círculo de Recreo y de la sede del BBVA, edificios de líneas elegantes, arquitectura con equilibrio en sus formas y volúmenes. De estilo afrancesado el primero, palacio de sobrio clasicismo y de proporciones razonables el segundo, promovido por el banquero Antonio Ortiz a mediados del siglo XIX.
Impacta lo deslumbrante, efímero y colorista, que activa mecanismos tan emocionales como superficiales. En contraste con lo permanente, clásico, con la armonía que nace de una verdad técnica y espiritual. De momento no se esperan aglomeraciones frente a la fachada de San Pablo, ni del Palacio de Santa Cruz. La proporción, inversa, a años luz, entre la belleza y la farfolla resplandeciente.
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