Cartas desde Veruela
El Monasterio de Veruela, a la sombra del Moncayo, permaneció en el alma de Bécquer como algo indeleble, una tierra que no pudo olvidar
soledad porras castro
Miércoles, 6 de enero 2021, 08:29
El mundo de la Literatura conmemora los ciento cincuenta años del nacimiento, en Sevilla, de Gustavo Adolfo Bécquer, al que desde aquí rendimos homenaje. Adentrémonos ... por caminos y sendas que nos conducen al Monasterio de Veruela, comprendamos con Pío Baroja que, camino y caminante tienen un símbolo polisémico, unas veces se refieren a la peregrinación de la vida, otras a la del poeta en el laberinto de los sueños. Rutas reales y posibles que todos podemos recorrer, así ocurre cuando trozos de paisaje quedan incrustados en el corazón de los grandes poetas.
Castilla es una sorpresa natural que reúne un conjunto de paisajes inimaginables, en este museo de la naturaleza admiramos impresionantes vestigios del pasado. Cada lugar deja en la mente un símbolo, un hueco tibio, un vacío de ausencia, un aroma de presencia.
La visita al Monasterio de Veruela, supone sosiego y reposo, allí se superponen diversas realidades complementarias. Sus piedras constituyen un tesoro espiritual y cultural a la sombra del Moncayo, quedando nuestra vista prendida en comunión con el paisaje. Por su posición fronteriza entre Castilla y Aragón ofrece costumbres y tradiciones que dejan huella en el espíritu.
Mirlos y verdecillos cantan alrededor del bosque. Allí encontró paz espiritual Gustavo Adolfo Bécquer, cuando visitamos el lugar, las primeras luces del verano se adivinaban tras recientes lluvias golpeándonos el viento fuerte. El Moncayo gigante solitario, se erige como visible frontera, con sus nieves casi perpetuas y su verde arboleda, en la que está presente la sabina, achaparradas y con gálbulos color azulado.
Veruela hoy ofrece una imagen de lugar romántico ubicado en una zona aislada, confirma que Bécquer allí sintiese su Tedium Vitae y encontrarse la expresión estética que le impulsó Las Leyendas y Cartas desde mi celda.
En 1864, su hermano Valeriano Bécquer pensionado por el Gobierno, se traslada a Veruela para plasmar en su paleta aquel lugar de emoción. El interior del monasterio aparece desnudo, una vez desaparecido el patrimonio de los monjes cistercienses. Este testigo de lo infinito nos habla de dos Veruelas: la que fundaron los hijos de San Bernardo en un paisaje de ensueño y la que hoy resurge entre sus antiguos sillares. En el Libro de Privilegios de Veruela, se nos dice que fue fundado en 1146 por monjes procedentes de la Abadía francesa de Scaladei, sobre terrenos donados por Pedro de Antares.
El poeta realiza un verdadero estudio antropológico de la zona como queda expresado en la IV Carta: «No hay mal que no curen estas aguas de Veruela, qué nombre tan apacible, qué claridad», para continuar en otra carta hablando de cómo debe entenderse la tradición: «Qué paz, qué quietud, qué campo».
Allí se siente el deseo de vivir, de vivir con esa felicidad de la planta que tiene por la mañana una gota de rocío y un rayo de sol acariciándola.
Leyendo sus cartas vemos cómo nos ofrece un testimonio personal de su propio vivir interior, consciente del imparable proceso de destrucción del mundo tradicional, de sus formas de vida.
En general, la poesía de la segunda mitad del siglo XIX, salvo Bécquer y Rosalía de Castro es lamentablemente mediocre: La producción poética de Bécquer se halla comprendida en un centenar de Rimas, que publicadas en diversas revistas, fueron recogidas en 1871 en un solo volumen tras su muerte, bastaría citar a modo de ejemplo: «Del salón en el Ángulo Oscuro». La cuarta fase corresponde a las composiciones melancólicas y llenas de vacío espiritual, ante la monotonía de la vida sin amor. Las Cartas desde mi celda, llenas de sugestivos relatos son todo lo que nos queda de su producción en prosa.
Las viejas piedras de un monasterio constituyeron el refugio donde se esconde un hombre, al margen de lo que pasa en el mundo como testigo de lo infinito. Como la Salamanca de Fray Luis, la Verona de Shakespeare o la Brujas de Rodanbach, Veruela nos proporciona experiencias soñadas, vividas hacia dentro que nos hacen soñar caminos, diciendo con Machado «Caminante no hay caminos sino estelas en el mar». El Monasterio de Veruela permaneció en el alma de Bécquer como algo indeleble, una tierra que no pudo olvidar, allí todo era sencillez, no había nada que asombrase, o tuviere una luz especial.
Veruela siempre presente en la obra de Bécquer pero no como mero accidente sino como realidad vivida, cubierta de pátina humana, de unas verdinosas rocas o de viejos bancos de piedra. Andar y desandar caminos, recorrer senderos y veredas nos proporcionan el gozo propio de los grandes protagonistas de la Historia.
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