Borrar

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

Lo escribió Julio Camba: «A mí la naturaleza me produce una sola inspiración: la de dormir». A mí, en cambio, la inspiración que me produce es la de comer: veo un paisaje verde y frondoso y me entran ganas de echarme un bocadillo al coleto. O, mejor aún, de comerme el paisaje mismo: un sándwich de ría con salsa de sotobosque de helechos y doble de queso. Lo mío con la belleza es canibalismo. Y gula.

Los paisajes nuevos y hermosos son siempre una posibilidad: la de poder vivir allí para disfrutar todos los días de esa belleza que te sobrecoge y te abruma. Pero, para el de fuera, ese disfrute es temporal y se reduce a unos pocos días en los que sólo te da tiempo a arañar la superficie, por lo que confiarlo al recuerdo o a las fotografías es poca cosa, que la memoria es frágil y el encuadre limitado.

Por eso yo me fío más de la memoria de mi estómago y me como los paisajes. Los de allí y los de aquí, los verdes y los ocres, los de arriba y los de abajo, que el pulpo sabe mejor en Galicia que en ningún otro sitio, que sólo en Asturias la sidra no te deja resaca y que el caldero del Mar Menor está mucho más rico si te lo comes en un chiringuito con el cuerpo lleno de sal. Y eso lo sabemos todos: usted, yo, Julio Camba («La primera fabada que yo he tomado en mi vida me la ofreció en Somió don Melquiades Álvarez, y era tan buena, que a causa de ella estuve a punto de ingresar en el partido reformista») y Donald Trump. Por eso, el día en el que al presidente norteamericano se le antojó un helado quiso comprar Groenlandia. Para comérsela. Éste sí que es caníbal.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios