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Martín Olmos

Ser bueno

«Prueba de que la sociedad se funda en el miedo y la desconfianza es que, finalmente, tampoco confiamos en la gente buena. O al menos no lo hacemos del todo o lo suficiente»

Fernando Colina

Valladolid

Viernes, 19 de junio 2020, 08:23

En estos tiempos no nos gusta o nos atrevemos a decir de alguien que es bueno. Ni siquiera llegamos a sostener abiertamente que es buena ... persona, lo que adjetiva y aligera un sustantivo inicial demasiado recio. Nos crea dudas e inseguridad. Preferimos comentar, con más suavidad, que es buena gente. Sin más. Una expresión que aúna la singularidad de cualquiera con la pluralidad de un conjunto. Amplía el campo y permite más margen de error y una estudiada ambigüedad. Deja la atribución desprendida, en suspenso, y así evita grandes desengaños y acarrea menos sorpresas.

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Es difícil calibrar el motivo de estos cambios lingüísticos, pero parece evidente que con ellos nos retraemos del peligro de una afirmación tajante. No nos fíamos. Nos hemos vuelto más desconfiados, más recelosos. Si queremos justificar esta elección verbal, por supuesto que contamos con la influencia del azar o del capricho de los usos sociales, pero la impresión primera es que algo nos sabe mal de antemano. Bien porque ignoramos con qué cualidades rellenar el concepto de bondad, sin provocar el desencanto, bien porque no creemos que nadie lo sea en el fondo o en realidad.

Lo que está claro, o debería estarlo, es que nadie es bueno de modo voluntario. Uno puede aprender a hacérselo, no a serlo. La bondad se impone, como la altura o el color del cabello. De hecho, diferenciamos una bondad superficial de otra de fondo. Si confiamos en alguna de ellas es precisamente en la más honda, en la nuclear. Nos parece más segura y auténtica, como resulta natural por esa confianza, quizá estúpida, que prestamos a los más central y sólido. Es la que, de existir, está grabada en nuestra identidad. No sabemos por qué, ni a causa de quien echa estas raíces, aunque sospechamos con bastante razón que se forja en la infancia, ya sea con nuestra colaboración o a nuestro pesar.

Prueba de que la sociedad se funda en el miedo y la desconfianza es que, finalmente, tampoco confiamos en la gente buena. O al menos no lo hacemos del todo o lo suficiente. Las personas buenas también nos parecen peligrosas, e incluso algo egoístas, pues no pueden ser de otra manera. Llegamos a pensar que cuando se guían sólo por la pura bondad quizá pierdan toda utilidad, pues muchas ayudas requieren enfrentamientos y cierta dosis –se supone que sana– de astucia, rabia y violencia. A fin de cuentas, la bondad forma parte de los buenos sentimientos, incluso quizá esté a la cabeza de todos, que son muy hermosos y estéticos pero que, más allá de su belleza, no sirven para nada.

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Sin embargo, no nos resulta del todo extraño que a veces la mejor ayuda, la más segura, provenga de quien menos se espera, de quien tenemos por malo, por nocivo o por déspota. Dado que nos inclinamos a creer que el malo lo es por propia voluntad, con intención expresa, si por excepción elige ser bueno conmigo es porque sabe hacerlo, porque le interesa.

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