Brexit: punto final
«Nadie quiere abandonar la mesa para evitar ser acusado de autoritario, pero los negociadores comunitarios no se fían de la palabra dicha y no escrita por un socio»
El pasado 16 de diciembre el primer ministro británico Boris Johnson fue invitado a cenar en la sede de la Unión Europea, el Palacio Berlaymont, ... cuya voladura había anunciado él tres décadas antes cuando ejercía de corresponsal del diario 'The Daily Telegraph'. Reveló en aquella crónica que los dinamiteros habían colocado ya cargas explosivas para destruir el edificio contaminado de amianto, un símbolo de su pertinaz euroescepticismo que jamás han olvidado sus adversarios, los eurócratas pobladores de ese inmueble gigantesco que fue sometido a una reforma de materiales y una ampliación capaz de acoger a los nuevos miembros llegados en oleada del este de Europa. Al recibirlo, la presidenta de la Comisión Ursula von der Leyen instó a Johnson a ponerse la mascarilla y él aceptó la diplomática reprimenda con la ironía de sus mejores tiempos de reportero inglés: –Ursula, aquí manda usted. Luego se sentaron a la mesa y la anfitriona alemana siguió manejando el manual de la diplomacia en situaciones espinosas: desplegó sólo banderitas europeas e hizo servir un menú marinero, vieiras y rodaballo al vapor que los pescadores belgas habían sacado de sus tradicionales caladeros ingleses, antes de abandonarlos si el primer ministro lograra imponer la soberanía británica sobre esas aguas del mar del Norte.
Con una larga cambiada, la diplomacia de Bruselas obligó ese día del encuentro urgente a aquel joven periodista devenido político que pidiera al fin ajustar el trato del Brexit, renunciando él a negociar sólo con los socios más poderosos de la Unión Europea, Alemania y Francia. La presidenta Von der Leyen avisó luego que no se doblegaría fácilmente al arrogante Boris Johnson y a sus imposiciones juveniles. Él sigue aún jactándose de un artículo que escribió dinamitando el Tratado de Maastricht, cuyo texto fue utilizado como bando publicitario en Dinamarca por los euroescépticos de ese país que lograron condenar en referéndum aquella primera Constitución de la Europa unida. Siguen estos días con éxito aparente en Bruselas las negociaciones con etiqueta de urgencia, para fijar un acuerdo sobre los mecanismos legales en caso de litigio, y quedan por determinar las condiciones de expulsión de los caladeros británicos donde faenan desde hace siglos las flotas pesqueras de muchos países comunitarios, desde Noruega hasta Portugal y España. El ajuste de cuentas tiene dimensiones gigantescas pero, a pesar de la suave diplomacia en los gestos y de su firme convicción negociadora, los eurócratas de Bruselas siguen poniendo sordina al acuerdo final. Las sospechas en torno al carácter tornadizo de Boris Johnson, los aprietos dentro del partido conservador, su escaso aprecio de la verdad en Bruselas que nunca llegó a preocuparle durante sus años de reportero, y la altivez recobrada tras su victoria electoral prometiendo un 'brexit duro' merman las posibilidades de un acuerdo de última hora antes de fin de año.
La fuerza tranquila de la Unión Europea está poniendo como principal condición en ese convenio definitivo y de urgencia el respeto al fundamento de su éxito y pujanza: el mercado único. La decisión racional frente al socio desertor es un pacto, porque ambas partes, de no alcanzarlo, resultarían perdedoras, especialmente el Reino Unido. Para llegar a ese ajuste decisivo del brexit, que debe nacer de la contabilidad y la ley en el silencio del Palacio Berlaymont de Bruselas, cuenta más la permanente desconfianza entre los negociadores que los reglamentos y los números. El juego del ratón y el gato, en el que cada movimiento, real o intuido, tiene la máxima importancia, podría alargarse más tiempo si se estiran aun más las agendas de la negociación, ya desesperadamente dilatadas. Nadie quiere abandonar la mesa para evitar ser acusado de autoritario y dominador, pero los negociadores comunitarios no se fían de la palabra dicha y no escrita y firmada por un socio que se trocará rival si no se le imponen las oportunas barreras. Es cierto que el sueño de volver a la alianza antigua y la subordinación inglesa con Estados Unidos se desvaneció al terminar la luna de miel entre Boris Johnson y Donald Trump, tras perder éste su reelección presidencial; pero Gran Bretaña se ha ido escapando de la Unión Europea hacia el oeste desde hace dos décadas.
De ese escenario negociador de palabras técnicas y argumentos reiterados conviene hoy fijarse en el espectáculo exterior y en algunos hechos emblemáticos. Crecen cada día las colas de los camiones que recorren cargados de mercancías, aún sin aduana, el último trecho entre Calais y Dover. Podría ser esa la primera especulación comercial que intuye una falta de acuerdo y un desabastecimiento del Reino Unido sin las reglas de un brexit acordado. Aunque casual, es reveladora en esa trata de convoyes la presencia simbólica de los camiones-frigorífico que llevan desde un laboratorio de Bélgica las vacunas de la covid-19 que se inyectan en hospitales de Londres desde hace dos semanas. La respuesta de Boris Johnson en la negociación del cierre de los caladeros británicos ha sido mandar allí a cuatro buques de guerra para recuperar la soberanía perdida de sus aguas territoriales expulsando a los pescadores de países comunitarios. Dicen sus consejeros que la consigna negociadora del Primer Ministro Johnson es la del teniente Bromhead, al mando del fuerte de Rorke´Drift durante la batalla de Isandlwana contra los zulúes, en 1879: resistir hasta doblegar al enemigo a cualquier precio: allí cayó muerta toda la guarnición británica, 140 soldados armados de rifles enfrentados a 4.000 guerreros zulúes que atacaron el fuerte con lanzas de madera. Pero esa es otra historia.
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