Esta máxima de Descartes, 'Larvatus prodeo' –avanzo ocultándome–, da pie a diversas consideraciones sobre sus dos ingredientes: el progreso y la ocultación. Su papel ... no nos deja indiferentes. Nuestra vida se juega o nos la juegan sobre ese tapete.
Publicidad
Avanzar, prosperar, perfeccionar, engrandecer, son voces que nos animan a cumplir con los ideales de la modernidad occidental. O al menos, tales conceptos han sido el cortejo del progreso hasta que una mutación inesperada del demiurgo hoy nos anima a parar, a disfrutar con lo que tenemos y a conservar lo que hay. Empezamos a pensar, en compañía de muchos, que tanto beneficio solo conduce a que unos pocos tengan más y muchos otros desciendan por la pendiente del menos. O que pese a tanto producir no mejoramos nada, sino que fabricamos una plétora de objetos inservibles que en cuanto nos cansan, que es pronto, no sabemos dónde tirar. Dando de este modo la razón a quien denuncia que en vez de elaborar elementos sustanciosos y útiles solo acumulamos desperdicios que poco a poco nos empiezan a cubrir. El suelo ya es demasiado grande para que poderlo limpiar.
Las crisis periódicas, ya sean epidémicas, financieras o bélicas, resetean el sistema, descongestionan las vías circulatorias de la economía y bajan el nivel de ambición para que el avance sea más sencillo. Es decir, que suceden sin que nada haya cambiado ni hayamos aprendido a no tropezar. En realidad, nada ha cambiado, sencillamente porque no puede cambiar. La ley del capitalismo es la insaciabilidad. Solo se sostiene si crece de continuo, si vende mejor y más. La competencia es un aceite que engrasa la maquinaria pero que se muestra ciega a cualquier otro objetivo o al cultivo de la moral. Sólo responde al 'más', sin ninguna otra finalidad. El bienestar le importa si le ayuda a crecer, pero no lo experimenta como un valor en sí que le mueva a rectificar. Necesita los paraísos fiscales o el activismo social para que el Estado no le atufe, pero no le atrae por sí misma la justicia o la paz.
Lo sorprendente, o al menos curioso, es que el progreso anime a esconderse. No siempre está claro si lo hace por prudencia o por necesidad. Descartes se escondió por temor a la censura de su tiempo, que era despiadada con la herejía y el disentimiento. También, probablemente, por carácter, por ese deleite silencioso que el sabio encuentra en la perfección interior, en el necesario fermento del alma en un ambiente de tristeza y soledad. En cambio, el capitalismo posmoderno anima al impudor y el exhibicionismo. Hoy el consumo por excelencia ya no es de objetos provechosos, ni siquiera de cosas inútiles, es de imágenes, streaming y falsos haikus tuiteros. Mientras tanto, el capitalista se oculta para ganar más y se enriquece bajo el anonimato, quizá porque teme el castigo de la felicidad. Deja que en su nombre actúen los fondos y los mercados, que muy pocos saben dónde están.
Publicidad
3€ primer mes
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión