La polarización de los enfoques con respecto a la cultura deja en tierra de nadie a no pocas expresiones de la misma, siendo la actividad teatral una de las más directamente afectadas. Pues, de un lado, hay una tendencia que amaga con reducir lo cultural a la comida y la bebida –que, sin duda, son aspectos culturales, pero no agotan las posibilidades de la cultura–, mientras que, en el extremo opuesto, todo lo que antes se entendía como tal viene a resumirse en eso que se llama ahora 'industria cultural', o –peor aún– 'ocio y entretenimiento'. De manera que, si algo no es susceptible de producirse en serie y llegar a las masas, o distraerlas contribuyendo a que se evadan de sus problemas, quedará fuera de los circuitos de esas producciones culturales encaminadas al gran público. Y, sin embargo, creaciones como las teatrales son –y deben ser también– reflexión, pensamiento, denuncia, una forma activa y cómplice de debatir los grandes problemas de la sociedad en cada momento.
Seguramente, una de las mayores dificultades con que, en la actualidad, se encuentran nuestros autores y actores para abrirse paso –y continuar con su vocación y trabajo– sea la ausencia de una terminología adecuada para referirnos a aquello que no consiste en pasatiempo, espectacularidad, diversión. Aparte, claro está, de la carencia de apoyo y raquítica estructura o rígidos cauces que suelen predominar en este campo por parte de las instituciones. Hay una gran batalla por perder o ganar en los conceptos y palabras: ceder a la reducción o conversión de 'cultura' en 'industria cultural' aporta un buen ejemplo de ello, porque ya el término en sí está marcando qué tipo de cosas serán aceptadas y favorecidas desde los diversos poderes. Y resulta triste de ver cómo todo lo que hay en la creatividad humana de sagrado es comprado o vendido y finalmente pisoteado por los ricos y poderosos. Ya chalanean con los objetos bellos y caros que atesoran, pero no les es tan fácil controlar y manipular la hermosura intangible que reside en una única e irrepetible 'performance'.
¿Dónde situaríamos entonces el teatro como invención artesana, de lo cual tiene mucho, como escueta realidad empresarial, como expresión de los conflictos tan ligada a una época y unos territorios concretos? Llamemos a todo esto 'arte'. Artes escénicas, si se prefiere. Devolvamos al teatro, a la danza, su denominación más adecuada y el aprecio o gran respeto que merecen. Llamemos, otra vez, a las cosas por su nombre. Que las jergas más o menos técnicas no nos escamoteen ni teledirijan hacia una chata y estrecha perspectiva de lo cultural. La danza, el teatro, entre otras manifestaciones como la música y el canto, nos transmiten 'en vivo y en directo' la emoción, la belleza, el deslumbramiento, o ráfagas impagables de lucidez e inefable verdad. No demos la espalda al esfuerzo de quienes se apuestan la estabilidad y la vida por dedicarse a ello, aunque ciertos políticos –muy a menudo– sí lo hagan. No es sensato. No es digno de una nación como esta. Ya llegó la hora de que superemos los tics devenidos del franquismo tanto en este terreno como en otros. No dejemos de nutrirnos nunca de ese alimento espiritual; del don o regalo generoso de nuestros creadores; de ese milagro que deberíamos seguir denominando 'arte'. Que no nos embrutezcamos con sueños encapsulados y bagatelas en serie. Hubo y hay, aquí, grandes artistas del teatro y la danza: que no nos falten.
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