Feria mundial en el Sinaí
Cualquier acuerdo sigue siendo frágil en Gaza, a tal punto que Donald Trump imaginó descaradamente no hace mucho una Franja despoblada, objetivo también predilecto de la extrema derecha supremacista israelí
Desde el Monte Sinaí, sagrada cumbre de Moisés, hasta los arrecifes de Sharm el-Sheij, cabo turístico balneario del mar Rojo, cruza el desierto reseco ... y pedregoso una carretera escasamente asfaltada de unos doscientos kilómetros. Allí se libraron hace cuatro décadas las batallas de la última guerra entre Egipto e Israel y se firmó el año 1982 el primer acuerdo de paz entre ambos países después de tres sangrientas guerras entre esos dos vecinos intercontinentales. El hábito ya histórico de subscribir la paz en Sharm el-Sheij entre hebreos y musulmanes, tierra reivindicada por la Tora y el Corán de judíos y mahometanos, se ha repetido cuatro veces, la última el pasado lunes para detener la guerra en Gaza entre Hamás e Israel.
El pequeño pueblo pesquero de Sharm el-Sheij, transformado en base naval egipcia debido a su posición estratégica y en reclamo turístico europeo de gran lujo, se ha convertido en el lugar idóneo de las cumbres políticas internacionales destinadas a promover la paz en el sempiterno conflicto israelí-palestino. En febrero de 2005, crucé sobre las cabriolas de un 'taxi camellero' (irónico apodo de periodistas) el desierto del Sinaí desde Taba, frontera entre Israel y Egipto, hasta Sharm el-Sheij para dar noticia de un encuentro del Primer ministro israelí Ariel Sharon, el presidente de la Autoridad Palestina Mahmud Abbas, el presidente egipcio Hosni Mubarak y el rey Abdullah II de Jordania. La reunión logró declarar un alto el fuego para intentar poner fin a la Segunda insurrección popular palestina contra Israel. Los cuantiosos atentados palestinos de aquella Intifada de Al Aqsa provocaron la muerte de más de cien ciudadanos israelíes e hirieron a unos ciento cincuenta en varias ciudades y zonas concurridas de Jerusalén.
Con su oportunismo realista, habitual y aparentemente sincero, el inagotable negociante Donald Trump animó a los soberanos del Golfo, presentes en Sharm el-Sheij, a comprar lujosos Boeing 747 estadounidenses para asistir a eventos importantes, como la firma de los recientes acuerdos de Gaza allí aprobados. Su fascinación por la opulencia y la fuerza de su falso signo pacificador estaban servidas ante las monarquías petroleras allí presentes, «el grupo más rico y poderoso en el mundo jamás reunido», según dijo. Así fue bautizada la base de la ganancia por el gran contable universal Donald Trump para llamar a los más ricos soberanos del petróleo y financiar el grandioso negocio destinado a la reconstrucción de la Franja de Gaza, más de 60.000 millones de euros según el pronóstico de los banqueros más fiables. Serán al fin los monarcas y emires del Golfo quienes paguen los colosales contratos de la reconstrucción de la Franja, además de la rifa de los amigos y familiares de Trump y los grandes financieros europeos quienes esperan conseguir pingües beneficios en Gaza.
No será fácil lograr allí una paz verdadera mientras Hamás siga oprimiendo a su propia población con violencia despiadada y cotidianas ejecuciones públicas. Esa organización fantasmal yihadista que está aniquilando a sus adversarios palestinos es enemiga de los gazatíes que no comparten su violencia desatada incluso también contra los suyos, representan un enorme peligro de su pueblo. Cualquier acuerdo sigue siendo frágil en Gaza, a tal punto que Donald Trump imaginó descaradamente no hace mucho una Franja despoblada, objetivo también predilecto de la extrema derecha supremacista israelí. «Muchos países árabes, países muy ricos, –declaró Trump en el parlamento de Israel– me han dicho: invertiremos una cantidad enorme de dinero. Ese nexo entre la política, la diplomacia y los negocios debe ser, sin duda, parte de la razón que impulsó a la Casa Blanca a ejercer toda la presión necesaria para alcanzar una tregua.
Donald Trump viajó esta semana a Israel y a Egipto en una histórica misión de paz como con la que él mismo, geógrafo aficionado e historiador de salón, quiso anexar Canadá y Groenlandia y culminar el atlas de su tradicional emblema: «Make America Great Again». A pesar de su ágil imaginación volandera, no es probable que invente una ficticia restauración de la grandeza y poderío de Estados Unidos también en Oriente Medio. No ha cumplido siquiera los primeros nueve meses en la Casa Blanca de su segundo mandato y nadie ha logrado hasta ahora dar con las creencias y doctrinas del ciudadano Trump, ingenioso e impertinente, que no ha probado ni quemado. Son quizás sus adversarios quienes persisten en buscar un particular pensamiento geopolítico 'trumpista' y una coherencia estratégica tras sus acciones.
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