Acelerados
«Es trágico observar que tantos niños se ponen actualmente a tratamiento para poder parar, mientras que muchos adultos se enchufan algo para todo lo contrario, para conseguir no detenerse a pensar»
No es raro contar entre nuestros conocidos con individuos acelerados. Algunos nos resultan muy familiares y los frecuentamos con relativo gusto por la rapidez con ... que actúan en todos los frentes y a diario. Con su movilidad a veces nos irritan, pero también nos dejamos llevar cómodamente en su rebufo para sacar adelante algún asunto. Otros sujetos, en cambio, atrapan nuestra curiosidad porque repentinamente han sufrido un perceptible cambio. En la última despedida se mostraban bajo un clima de serenidad y calma, que acertaban a transmitir en sus gestos y su mirada, pero ahora, en el nuevo encuentro, descubrimos que han perdido la pausa y han acelerado artificiosamente todos sus movimientos.
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Sabemos que la felicidad ama la lentitud, así que lo primero que se piensa, ante alguien inesperadamente acelerado, es que le ha ocurrido una desgracia cuya digestión no ha acabado, o que una nueva circunstancia, que aún no domina, ha irrumpido en su vida y ha convertido en velocidad su desesperanza.
La aceleración es el remedio natural de la tristeza. El sentido común nos indica que lo contrario de lo triste es lo alegre, y bajo esa polaridad nos enjuiciamos a nosotros mismos y valoramos a los demás sin mayor esfuerzo. Pero para el sentido clínico, siempre más rebuscado, lo opuesto a la tristeza es la acción, como lo demuestra el hecho de que, en cuanto nos baja el ánimo, o bien nos dejamos vencer por la apatía y nos sentamos en el sillón, o bien nos defendemos con brusquedad y dando acelerones.
Algo semejante le sucede al animal, que ante una situación de estrés tiene dos reacciones programadas: la inmovilidad o la agitación Nosotros también. Cuando las cosas nos vienen mal dadas, resulta que o nos quedamos inhibidos, como clavados al suelo y al presente, o hacemos gestos desesperados intentando alejarnos en el tiempo y huir donde fuere.
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Duele ver a algún conocido caer infectado por este baile de San Vito de la modernidad, preso en una de las mil trampas con que el presente es capaz de terminar con nuestra tranquilidad. Le imaginamos caído sobre un círculo de tristeza y soledad del que no puede escapar, y que para salvarse de la amenaza sólo le queda correr como Forrest Gump. Y más duele si sospechas que ni siquiera la velocidad es natural, sino que para obtenerla ha tenido que recurrir a alguna sustancia en particular.
Es trágico observar que tantos niños se ponen actualmente a tratamiento para poder parar, mientras que muchos adultos se enchufan algo para todo lo contrario, para conseguir no detenerse a pensar. El niño hiperquinético es un niño triste que por algún motivo no tiene cariño o no le llega a tiempo para aprender a detenerse y disfrutar. Mientras que el adulto, repentina o artificialmente acelerado, es un deprimido que ha dado una vuelta de campana y no deja de caminar.
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