Hasta el punto de que, al contraponerlos, se sublima una presunta legitimidad democrática a costa del desprecio a la legalidad. Los acontecimientos de septiembre y octubre de 2017 en Cataluña se produjeron a causa de una distorsión sin freno de los principios democráticos, cuando los propios responsables de la Generalitat resolvieron que la convocatoria y desarrollo de un referéndum sobre la independencia era indeclinable frente a las normas fundamentales a las que se debían, la Constitución y el Estatuto, y a las exhortaciones del Tribunal Constitucional y de las instancias jurisdiccionales.
Su Majestad recordó ayer muy oportunamente que «el respeto al Estado de Derecho, en un régimen democrático, no sólo es garantía de las libertades, sino pilar esencial del regular funcionamiento de las instituciones y fundamento de la convivencia y del progreso en paz». Y añadió que «sin el respeto a las leyes no existen ni convivencia ni democracia, sino inseguridad, arbitrariedad y, en definitiva, quiebra de los principios morales y cívicos de la sociedad».
El problema no estriba únicamente en el daño que provoca la vulneración de la legalidad vigente por parte de dirigentes políticos en el momento en que se produce; trasladando a sus representados un mensaje atroz para la asunción de la pluralidad y del reconocimiento mutuo entre ciudadanos afortunadamente diversos. Como cuando se insiste en dibujar una Cataluña uniforme abocada a la independencia. El problema es que, además, quienes se pronuncian en esos términos y actúan en consecuencia, anunciando el advenimiento de un sistema redentor en forma de república independiente, tratan de instaurar en el presente un régimen exclusivista y excluyente para el futuro. Para comprobar que es así, basta con leer la denominada 'Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República' de septiembre de 2017 suspendida por el Tribunal Constitucional.
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