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Un típico taxi amarillo de Nueva York. Afp
Pesadilla al volante

Pesadilla al volante

Los conductores de los famosos taxis amarillos se suicidan víctimas de una nueva burbuja que disparó el precio de las licencias hasta que nació Uber

Mercedes Gallego

Nueva York

Viernes, 1 de noviembre 2019, 21:54

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Son tan emblemáticos de Nueva York como el Empire State o la Estatua de la Libertad. Solo que si esta última representa el sueño americano de los que atracaron en su puerto, los taxis amarillos son la pesadilla de los emigrantes atrapados en la crisis de las licencias. Otra burbuja de préstamos predatorios, como la inmobiliaria, que se ha cebado con los más ignorantes.

Su sueño olía a curry, cúrcuma y comino. A plástico de automóvil recalentado por el sol y traseros malolientes. Los de los 250.000 viajeros que cada día se suben a un taxi amarillo en Nueva York. Comían delante del volante, trabajaban doce horas diarias, a gritos y a frenazos en las calles congestionadas de la Gran Manzana, y cuando caían desplomados al final de su turno, otro pobre diablo que casi ni hablaba inglés cogía el volante y seguía haciendo caja para el propietario de esas codiciadas licencias llamadas 'medallions'. Cuando el Ayuntamiento las creó en 1937 había 12.000 y costaban diez dólares. En 1997 valían 200.000, pero década y media después alcanzaron la exorbitante cifra de un millón de dólares. Sin embargo, el número de licencias en juego apenas había subido hasta los 13.437, solo la mitad en manos de taxistas independientes. La subasta de una de ellas desataba más interés en el sector que cualquier obra de arte en manos de Christie.

En 1997 las lincencias valían 200.000, pero década y media después alcanzaron la exorbitante cifra de un millón de dólares

¡Ahhhh! ¡Quién pudiera pillar una y trabajar para sí mismo! El precio subía como la espuma en una burbuja inflada por la codicia de la «inversión segura», decían los brokers, y la falta de escrúpulos de quienes explotaban la ingenuidad de esos extraños en el paraíso. En 2005, el 40% de los taxistas neoyorquinos procedía de Bangladesh, India o Pakistán y sólo el 9% del total había nacido en EEUU. Muchos ni siquiera hablaban inglés. Conducían a trompicones, como en las ciudades sin ley en las que aprendieron, gracias a una suerte de corruptelas por las que los examinadores hacían la vista gorda para sacar el carné de conducir.

Como en las hipotecas basura, los brokers convencieron a los ingenuos de que ellos también podrían alcanzar el sueño americano al volante de uno de esos taxis amarillos. Ganar hasta 6.400 dólares al mes y venderlas por diez veces más cuando los ahorros dieran para retirarse y, tal vez, volverse a su país con las manos llenas. Solo tenían que vaciar la cuenta, pedir dinero prestado a los amigos, juntar 50.000 dólares y firmar aquí y allá para que les dieran el préstamo. Muchos no entendieron que eso ni siquiera era la entrada, sino los impuestos y gastos administrativos. Que con las cuotas mensuales solo pagaban los intereses y que si en tres años no habían devuelto el préstamo, los intereses se disparaban hasta el 24%, obligándoles a renegociar cada año a un porcentaje más alto.

Entonces llegaron Uber, Lyft, Juno... Y con ellos las lágrimas y los suicidios, ocho el año pasado, uno de ellos a las puertas del Ayuntamiento. El precio de los 'medallions' se desplomó. Los intereses seguían multiplicándose. Los bancos se llevaron el coche, la casa, los ahorros. El sueño se esfumó y la pesadilla no había hecho más que empezar. El Ayuntamiento dice que, a millón por licencia, el rescate le costaría 13.587 millones de dólares, imposible de abarcar. Sólo queda seguir manifestándose por las calles de la Gran Manzana como alma en pena, cruzándose en los semáforos con los elegantes conductores de Uber, que viajan con ambientador y ganan 25 dólares la hora. El nuevo purgatorio está en las postales y las guías turísticas, pero también en el pleno del Ayuntamiento, donde se busca una solución para la última crisis de devoradores hipotecarios.

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