Sólo el sector financiero español tiene comprometidos en él más de 80.000 millones de euros. Atribuir el peligro de colapso económico de Turquía a un supuesto complot internacional, como hace demagógicamente el presidente Recep Tayyip Erdogan, es una muestra de victimismo que no resiste un serio contraste con la realidad. El boicot a los productos electrónicos de Estados Unidos anunciado ayer por el líder islamista está muy lejos de ser una solución y solo contribuirá a enquistar el problema.
Resulta innegable que el pirómano Donald Trump atizó de forma irresponsable el fuego al anunciar el pasado viernes que duplicaba los aranceles al acero y el aluminio de ese país, con el que mantiene una creciente escalada de tensión. Pero también lo es que el modelo económico turco presenta severos desequilibrios y ofrece síntomas de tener pies de barro. Una inflación descontrolada y un desbocado déficit exterior ya habían puesto contra las cuerdas a la lira, de la que huyen los inversores para refugiarse en un dólar reforzado por la pujanza de Estados Unidos y el atractivo de unos tipos de interés al alza.
Erdogan ha exhibido hasta ahora una terca negativa a aplicar las medidas de cirugía que requiere la situación, aunque resulten impopulares, como un aumento del precio del dinero para enfriar una economía recalentada y severos ajustes tanto del gasto como el déficit. En definitiva, se resiste a seguir el sendero de la ortodoxia, el camino más fiable para devolver la tranquilidad a unos mercados que desconfían de la capacidad para enderezar el rumbo del país de un Gobierno cuya falta de destreza está más que acreditada. Si actúa con inteligencia y huye del radicalismo populista y antioccidental en el que se ha instalado, el régimen de Ankara está a tiempo de evitar un colapso financiero, que tendría nocivas consecuencias para el país y afectaría inevitablemente a Europa y otras zonas del planeta.
Una tragedia inimaginable
Resulta de todo punto incomprensible que, en pleno corazón de Europa, se derrumbe un puente en una autopista que atraviesa una zona densamente poblada y por el que circulan miles de vehículos a diario. Ni la fuerte tormenta que precedió a la catástrofe ni las obras que se estaban efectuando en el viaducto pueden justificar una tragedia como la registrada en Génova.
Los extraordinariamente exigentes estándares de seguridad con los que trabaja la ingenería hacen inimaginable un desplome como el que sufrió el puente Morandi, levantado a 90 metros sobre el río Polcevera y que se convirtió en una trampa mortal para decenas de automovilistas que cayeron al vacío. El hecho de que una constructora estuviera trabajando en reforzar la estructura del puente, que era monitorizado en el momento de la catástrofe, añade otro punto de irrealidad al trágico siniestro.
Es difícil concebir que, en tales circunstancias, ningún técnico observara los indicios que sin duda aparecieron en la fase previa del fallo estructural. Urgen explicaciones para desentrañar la causa de este gran fiasco de la tecnología y evitar que se repita.
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