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Fidel Castro en el recuerdo de un niño

El 'barbudo', como enseguida le apodaron, les llenaba de ilusión pensando en que unos jóvenes ajenos a la corrupción cambiasen las cosas. Pero aquellas esperanzas duraron poco

Diego Carcedo

Sábado, 26 de noviembre 2016, 23:13

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Recuerdo muy bien los anocheceres de aquellos días de principios de año en que los guerrilleros al mando de Fidel Castro descendieron de sierra Maestra y entraron triunfantes en La Habana. Toda mi familia había vivido en Cuba, empezando por mis dos abuelos. El materno, por quien yo sentía una especial devoción, había sido militar en la guerra de la independencia de la isla. Conservo en mi despacho la espada con la que aparecía fotografiado en un libro titulado 'Anales de la Guerra de Cuba', montando guardia ante el castillo del Morro.

Entonces en Cangas de Onís, donde nací, no había televisión y los aparatos de radio de galena con acceso a la onda corta, eran escasos. En mi casa teníamos uno de los más potentes que mi abuelo, de derechas de toda la vida, escuchaba sin embargo con el volumen muy bajo, a veces tapado con una manta, y sin prestar mucha credibilidad, según manifestaba a sus amigos, a las noticias que difundían las emisoras extranjeras. «A mí lo único que me interesa -decía- no es lo que nos cuente La Pasionaria. Lo que de verdad me importa es lo que ocurre en Cuba».

Hablaba con elocuente acento cubano, no descartaba ocasión de criticar al dictador Fulgencio Batista, incluso con argumentos racistas y clasistas que luego en la práctica no demostraba. Aún le recuerdo como si fuera hoy, comentando con los amigos que se concentraban en el salón de nuestra casa a escuchar las noticias empañadas por el ruido que generaban las comunicaciones trasatlánticas: «Ya era hora, carajo, que mandasen a Batista a hacer puñetas. ¡Cuándo se ha visto a un sargento mulato de presidente de un país!».

Se calmaba un poco y enseguida repetía con vehemencia: «¡Un sargento mulato, chico!». Tanto mi abuelo como sus amigos seguían cubriéndose con sombreros de jipi paja, comiendo tasajo y ropa vieja en sus cenas mensuales y añorando de soslayo las mulatas que paseaban por el malecón moviendo el trasero a ritmo de guajiras. Todos los presentes, aquellas frías noches de enero compartían la imagen del indiano típico del Oriente de Asturias y Cantabria, con antecedentes o intereses en Cuba y mucha nostalgia del tiempo pasado en la isla.

Mi abuelo recibía con gran retraso el 'Diario de La Marina' y las revistas 'Bohemia' y 'Carteles', y era el que siempre se mostraba más al corriente de la actualidad. Las primeras fotografías de Fidel Castro entrando triunfal por Varadero, junto a los relatos de la huida de Batista -«cobarde como un conejo», decían despectivamente- pasaban de mano en mano causando entusiasmo. El 'barbudo', como enseguida le apodaron, les llenaba de ilusión pensando en que unos jóvenes ajenos a la corrupción reinante, valientes, demócratas y bien intencionados, cambiasen las cosas.

Pero aquellas esperanzas del grupo de nostálgicos que se reunían en torno a mi abuelo duraron poco. Las decisiones que iban tomando, algunas contra el recuerdo de la colonización española y otras sobre el paternalismo norteamericano, enseguida empezaron a preocuparles. Un día, en que a través de la radio se empezaron a conocer los estrechos lazos que el nuevo Régimen estaba estableciendo con la Unión Soviética, mi abuelo dio la voz de alarma a la que los demás todavía no daban credibilidad: «A ver si van a ser comunistas, carajo». «¿Un Stalin en el Caribe, estás loco?», replicaba otro de los contertulios.

Aquella premonición tardó poco en confirmarse. Toda mi infancia la viví oyendo despotricar a mi abuelo, a mi padre y a mis tíos -todos ellos antiguos emigrantes a Cuba también- sobre Castro y el castrismo y la incautación de propiedades que consideraban un robo. Tanto rechazo al castrismo que a mí, en una reacción tan propia de los jóvenes, me colocaron en el lado contrario, propendiendo siempre a defender sus teorías igualitarias e intentando justificar bajo las ideas de igualdad los desafueros que empezaba a cometer aquellos barbudos que yo imitaba, y entre ellos la huida a Miami a que se habían visto obligado los dos primos hermanos que seguían allí.

Tardé en empezar a convencerme de que, efectivamente, el magnetismo de Fidel, del Che y de un régimen que defendía a los trabajadores y la justicia social no compensaban a la sociedad cubana de las libertades que le estaban siendo negadas, del desastre de una planificación económica utópica y del descontento en que se iban canalizando las ilusiones de la población, incluidas las de jóvenes como yo que en mis visitas a la isla, llevado siempre por la curiosidad morbosa, me exponían. De mayor visité Cuba varias veces y compartiendo muchos ratos con cubanos, lo comprobé. Con todo la muerte de Fidel Castro me merece un gran respeto histórico que sus innumerables errores políticos no empaña.

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