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El embalse de la Santa Espina. Javier Prieto

Un pulmón en Los Torozos

Aves, gallipatos y un denso encinar, en el entorno de La Santa Espina

javier prieto

Valladolid

Viernes, 1 de febrero 2019, 14:58

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Los Montes Torozos son una amplia paramera calcárea de 1.061 kilómetros cuadrados salpicada de pueblos, murallas, iglesias y castillos, que comienza hacia el noreste de la capital vallisoletana para extenderse hasta los bordes mismos de la Tierra de Campos. En lo orográfico, una de sus singularidades estriba en que esa amplísima plataforma se eleva a una altitud media de 850 metros sobre el nivel del mar y unos 100 metros por encima de las llanuras circundantes, las planicies de aspecto casi infinito que conforman Tierra de Campos. Un perfil de plato sopero puesto boca abajo en el que destacan también las pronunciadas cuestas que comunican ambos niveles.

Pero los páramos descarnados y pedregosos que vemos hoy, horizontes monótonos solo interrumpidos por la verticalidad de alguna iglesia o el torreón de un castillo, no siempre fueron así. Por suerte, en los Torozos aún puede encontrarse alguna buena muestra de su vegetación más autóctona: encinares y quejigos que hasta el siglo XVII ocuparon casi toda esa superficie y que hoy solo pueden verse en algunas zonas, salvadas milagrosamente de las persistentes roturaciones que comenzaron con las primeras poblaciones de la alta Edad Media, en torno al siglo X, y que dieron al paisaje de Castilla su personalidad más austera. Estas manchas, que en algunos puntos han perdurado casi de manera milagrosa, son hoy refugio para un buen número de especies animales.

Uno de los bosques mixtos más extensos y destacados de los Torozos, incluso uno de los más notables de toda la provincia de Valladolid, es el que se extiende en torno a las localidades de Urueña, La Santa Espina y Castromonte, recibiendo en la actualidad, según el punto, diversas denominaciones: Monte de Urueña, de Garrido, de Morejón, del Conde... Pero en el pasado constituyó una sola unidad territorial a cargo de los abades del antiguo monasterio cisterciense de La Santa Espina, que se tomaron muy a pecho la explotación sostenible –como se dice ahora– de unos bosques que les proporcionaban importantes «recursos renovables» –y riqueza, claro–, especialmente leña y caza.

De hecho, Felipe III, gran aficionado a la caza, declaró el monasterio como sitio real y convirtió el monte del monasterio en un privilegiado cazadero que sus monteros reales se encargaron de cuidar y nutrir hasta 1616, en que cesó tal condición. Después, llegó la reglamentación que establecía su explotación para leña repartiendo el monte en treinta cortas.

Pero el milagro de su supervivencia hay que buscarlo en la fortuna de que con las desamortizaciones del siglo XIX no acabara llegando a manos privadas, como sucedió con tantos bienes ligados a la Iglesia. En estos casos lo normal, y lo que acabó con grandes extensiones de bosque autóctono, era la tala y la roturación con el fin de vender la madera y dedicar la tierra a la agricultura. Su declaración de monte de utilidad pública, condición que mantiene hoy, lo salvó de la subasta.

Puente sobre el río Bajoz.
Puente sobre el río Bajoz. J.P.

Hoy, este bosque mixto de encinas y quejigos constituye un auténtico pulmón para una provincia en la que no abunda la cobertura forestal. Además, a su amparo prospera un denso sotobosque en el que se descubren muchas otras especies vegetales como jaras, tomillos, madreselvas, majuelos o espinos, entre otras. También es un privilegiado refugio para un gran número de mamíferos que encuentran aquí el amparo y alimento que no hallan en las llanuras cerealistas que lo circundan. Las espesuras de este bosque amparan la presencia de jabalíes, corzos, conejos, tejones e incluso del lobo ibérico, mientras que por el aire lo surcan rapaces como el gavilán, el azor o el águila culebrera.

Pero la construcción, a mediados del siglo XX, del embalse de Cavestany o de La Santa Espina, como se le conoce mejor, vino a ampliar, de forma indirecta, claro, todo el catálogo de especies vegetales y ornitológicas que se localizan aquí. Don Rafael Cavestany y de Anduaga, marqués y terrateniente con intereses en la zona, fue el ministro de agricultura que en la década de los 50 impulsó un convenio con la fundación que se había hecho cargo de los restos del monasterio, muy tocado tras los vaivenes de la desamortización, para establecer en él una escuela de Capacitación Agraria. El convenio supuso un valioso impulso para la comarca, que asistió también a la realización de este embalse sobre el Bajoz en aras a promover diversos cultivos de regadío en el entorno inmediato.

Una forma de disfrutar de todo este entorno natural e histórico puede ser acometiendo el paseo que media entre el monasterio y la localidad de Castromonte. La más sencilla es optar por la pista forestal que enlaza el monasterio con el embalse, también señalizada como parte del Camino de Santiago desde Madrid, hasta alcanzar las orillas del embalse. Del mismo lugar donde acostumbran a dejarse los vehículos arranca la débil senda de pescadores que bordea, bien pegada a las aguas, la orilla derecha del embalse. Basta seguirla para descubrir enseguida cómo este embalsamiento es un hervidero de vida. Las aguas, los carrizos de las orillas, son refugio para multitud de aves, y entre ellos habita una nutrida colonia de fochas, ruidosas y huidizas en cuanto detectan el más pequeño movimiento. Pero el inventario de aves es largo y da para muchas horas de una observación silenciosa, bien amparada por la apretada vegetación que llega hasta la mismísima orilla del embalse.

Senda del entorno del pantano entre La Santa Espina y Castromonte.
Senda del entorno del pantano entre La Santa Espina y Castromonte. Javier Prieto

Una observación que, con suerte, puede incluir el avistamiento de algún gallipato (Pleroudeles waltl). Este tritón español, solo presente en la Península Ibérica y Marruecos, pasa el día oculto entre la vegetación acuática para salir al anochecer en busca de pequeños moluscos o larvas con los que alimentarse. Sin embargo, no es raro que metido como está ahora en plena puesta de huevos, acabe, por despiste o extenuación, al descubierto y a plena luz sobre una piedra al borde del agua.

Al alcanzar la cola del embalse un pequeño puente de madera permite pasar a la otra orilla y continuar por ella sin pérdida recorriendo el solitario vallejo erosionado del Bajoz hasta alcanzar, en 4 kilómetros más, Castromonte. Si no se quiere alargar tanto la excursión, las melancólicas ruinas de un viejo molino a mitad de camino brindan una buena excusa para llegar hasta ellas y darse la vuelta.

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