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Irina se enamoró del Campo Grande la primera vez que vino a hacer una prueba al Lope de Vega.
Jugarse el matrimonio en una audición

Jugarse el matrimonio en una audición

Irina Filimon, violín primero de la Orquesta Sin´onica de Castilla y León

Victoria M. Niño

Martes, 13 de enero 2015, 08:55

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Fue una rebelde con arco. No llevaba bien la crítica y la severidad de sus profesores, pero al doblar el paseo de la infancia y enfilar la cuesta de la adolescencia Irina se entregó al sino programado por su madre. Sería violinista, como ella, como su hermana. De aquel conato de rebelión le queda el deseo de ser «una hacker». Esta aficionada a las teclas, que gusta de los juegos cibernéticos y lleva la vida en el móvil, hubiera sido informática caso de no haber logrado ganarse la vida como música. Desde el 2007 toca entre los violines primeros, cerca de su hermana, en frente de su marido, violista.

Irina Alecu, después Irina Filimon al casarse con Ciprian, solo sabía de España que era un país lejano, a tres días y tres noches en autobús de Rumanía. Cuando vino por primera vez a una audición, su esposo ya tenía plaza. La cita era en el Lope de Vega, todo estaba por estrenar para ella. Se había enamorado del Campo Grande. «Había estado en Alemania y cuando llegué a la calle Santiago, llena de señoras bien peinadas, con sus pieles y joyas, gente alegre, me pareció otro mundo». Pasó a la tercera ronda sola, pero empezó a temblar, le traicionaron los nervios.

A la lógica presión laboral se unía la personal. «Cuando Ciprian aprobó me dijo, ahora es tu turno. Si no lograba la plaza aquí, ¿qué sería de nuestra vida? Cuando fallas, sientes que le fallas al otro». Por eso los últimos meses en su Iasi, su ciudad, los vivió como un atleta preparándose para las olimpiadas. «Fue un martirio. Me ponía un programa diario, escuchaba cómo tocaban los mejores determinado Bach o Mozart, e intentaba imitarles».

Hubo una segunda prueba fallida y a la tercera fue la vencida, esta vez en el Calderón. «Ya conocía a varios músicos, tenía más confianza en mí misma, y había aprendido la mecánica de las audiciones». Corría 2006, las expectativas laborales en su país eran escasas y la familia había emigrado a varios destinos. «Llegué a la última gira de la Sinfónica de Castilla y León por Colombia». Primera meta profesional conseguida.

Irina nació en BotoSani, al noreste de Rumanía. La profesión y las expectativas maternas llevaron a la familia Alecu a Iasi, una ciudad más grande, donde está la universidad rumana más antigua y con dos orquestas profesionales. «Hasta que pudimos entrar en la guardería, a los cuatro años, mis hermanas y yo íbamos con ella a los ensayos. Llegué a escuchar La Traviata unas 30 veces, me la aprendí de memoria».

La estrella de la misa infantil

Por el violín de la madre se mudan. Al principio el padre, ingeniero agrícola, no tiene trabajo, luego lo conseguirá de comercial. Por el violín de las hijas eligen esa ciudad con más escuelas y posibilidades musicales. «A los cinco años, la edad de mi hija hoy, nos pusieron el instrumento en las manos. Creo que hice carrera con él por mi testarudez. Pero lo pasé mal con una profesora que no soportaba que no fueras con la lección estudiada. Me reñía mucho y a los nueve años me sugirió cambiarme a la viola, que me resultaría más fácil. Soy muy cabezota y no quise ni considerarlo».

El estímulo le llegó por vía del abuelo, organista de su parroquia. «Con nueve años comencé a tocar el violín en la misa de los niños, acompañando al órgano. Eso me hizo sentir una pequeña estrella. Mi abuelo era muy conocido porque había ayudado a construir iglesias pero él es muy modesto».

Descubrió lo que la diferenciaba del resto de los niños y a los 14 años se empeñó en agrandar esa distancia. «Empecé a estudiar de verdad. Siempre me gustaron mucho las matemáticas y el lenguaje musical siempre me resultó fácil. El instrumento en cambio requería más dedicación, estudiaba seis o siete horas diarias, tenía que recuperar el tiempo perdido». En ese trance le ayudó una profesora amiga de su madre, «nos escuchó a las hermanas y trabajó con nosotras. No aceptaba dinero, era otra relación».

Después de clase, había que estudiar más, los veranos también eran para el violín, «nunca sonaba lo suficientemente bien». La música era el nexo y la frontera con su madre, «quien pensaba que el violín era una buena manera de ganarse la vida para una mujer, porque le permitiría compatibilizar familia y trabajo», como así ha sido en su caso.

«El violín determinaba la vida en casa, la escuela, el estudio, las becas. No tienes infancia ni juventud. Solo he ido dos veces a una discoteca». Aunque rauda resta mérito a la entrega. «Veíamos los sacrificios que hacían mis padres y no concebíamos sacar malas notas. Mi padre era ingeniero agrícola y acabó trabajando en una tienda de muebles ganando más que mi madre. Luego no era suficiente, tres niñas necesitaban muchas cuerdas para los violines, eran muchos gastos, y emigraron a Italia para enviarnos dinero, teniendo que renunciar a sus profesiones. Nosotros aprendimos pronto a administrar y organizar una casa».

También la música ha marcado sus relaciones. «Iasi era un círculo cerrado donde profesores, profesionales de la orquesta y la ópera y alumnos se conocían. En seguida sabías tu nivel y dónde debías llegar si querías acercarte a ellos». En el conservatorio profesional conoció a Ciprian y se casaron antes de que él marchara a Alemania. Todo esto la lleva a dudar sobre si comenzar la educación musical de su hija mayor o dejar que ella decida más tarde. «A su edad yo llevaba la llave en el cuello, era responsable de mis dos hermanas, a las que calentaba la comida y estudiaba ya violín. Pero también podíamos jugar en la calle. Ahora todo ha cambiado. Tenemos de todo y, sin embargo, como dice Erich Fromm, seguimos con cadenas, tenemos miedo a la libertad». De Rumanía echa de menos las reuniones familiares de los domingos, tras la misa, «en torno a un pollo que, quizá, no daba para tantos pero la abuela hacía milagros». Aquí está muy contenta, «tenemos una vida decente y las posibilidades para los hijos son mejores. Me encanta el ambiente de la orquesta, el nivel, su condición cosmopolita. El extranjero siempre busca mejorar».

Esta escorpio que disfruta leyendo y lamenta no saber ruso, «llegué a aprender el alfabeto cirílico con los libros de música de mi madre», cogió el ordenador de su abuelo a los 15 años. «La Noche Vieja nos lo disputábamos los nietos, era la ocasión de quedarse hasta el amanecer jugando». Desde entonces siente magnetismo por los teclados. «Llegué a dominar los programas de grabación Sibelius y Finale, en los cibercafés. Si no tuviera el violín, no me importaría trabajar en programación Linux y llegar a ser una hacker», dice con sonrisa enigmática esta rumana de ojos azules legado de sus ancestros checos y húngaros.

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