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Victoria M. Niño
Sábado, 21 de junio 2014, 13:04
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La suma de expectativas se materializó ayer en una sala sinfónica del Miguel Delibes llena, con apenas butacas vacías. El último programa de la temporada atraía a seis autocares de abonados de proximidad, a los amantes de Mahler no es tan fácil juntar a 90 músicos y a los curiosos por ver a la primera mujer que se pone al frente de la Sinfónica de Castilla y León. Nathalie Stuztmann, que lleva un año de fogueo sinfónico, termina su particular temporada con un mozart y un mahler. Dos cumbres de distintas cordilleras, dos ochomiles cada uno en su especialidad.
Stutzmann es una reputada contralto que ha nadado tanto en el barroco que eligió respirar en el sinfonismo. Como en este otro campo su tesitura no es muy demandada, dio alas a la ambición total, el podio. Con su experiencia al frente de su orquesta, Orfeo 55, Mozart era a priori una escalada más fácil. La noche comenzó con una orquesta reducida, dominando la cuerda y nueve vientos. La directora había devuelto a los chelos a la disposición clásica, a su derecha y las violas seguidas de los segundos violines. La Sinfonía nº40 de Mozart es probablemente su obra más popular y Stutzmann tenía el reto de levantar una arquitectura no por conocida, fácil. Se la desmadejó un poco el sonido en algunos momentos, y fue de menos con el de Salzburgo a más con el bohemio. Destacó el clarinete de Angelo Montanaro, que también brilló en la segunda parte.
Concertino con dos violines
Mientras Mozart escribió esta obra (1788) buscando dinero, Mahler, más reconocido en ese momento como director que como compositor, componía su Cuarta (1900) buscando la gloria. Y aún era optimista. El cielo permite la eternidad de la infancia, la abundancia, el descuido sin culpa. Y Mahler juega a descomponer el sonido, a explorar los vientos en conversación con la cuerda. El juego se para en el tercer movimiento, ese que convoca a los amantes de esta sinfonía. El concertino, Salvatore Quaranta, cambia de violín. Comienzan hablando los contrabajos, los chelos y las violas, y el oboe de Sebastián Gimeno se convierte en solista. En ese momento el anillo que luce Stuztmann en el anular derecho, un aro de plata con dos corcheas, se torna en oro. Su cuerpo se balancea en el atisbo de comunión entre obra, intérpretes y directora. Klara Ek canta el poema de El chico de cuerno maravilloso, entre los estribillos de cascabeles y el irónico cambio de tercio de Mahler. Y termina otra temporada.
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