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Cuadro de José Gutiérrez Solana, 'El juicio contra madame Roland' (1929). El Norte
Madame Roland, la dignidad devorada por la revolución

Madame Roland, la dignidad devorada por la revolución

Madame Roland, figura clave de los girondinos en la Revolución, ofreció una lección de gallardía cuando se la envió a la guillotina

vidal arranz

Valladolid

Viernes, 15 de febrero 2019, 21:22

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«¡Libertad! ¡Cuántos crímenes se cometen en tu nombre!». Esta célebre frase la pronunció una mujer, Madame Roland, en el momento mismo en que pudo ver, cara a cara, el rostro de su propia muerte, en forma de guillotina. Ocurrió un 10 de noviembre de hace poco más de 225 años. Manon Roland era la esposa de Jean Pierre Roland, uno de los dos líderes principales del grupo 'girondino', la facción moderada de los republicanos durante el crucial momento histórico que conocemos como Revolución Francesa, y ella misma era una figura esencial del grupo, por su altura intelectual, su coraje y desparpajo. Pero ni Manon ni el resto de sus compañeros pudieron sobrevivir al estallido de la furia devastadora de los radicales jacobinos y de su líder Robespierre, que condujo a la revolución al matadero público del régimen del Terror.

En apenas medio año (entre septiembre de 1793 y la primavera del año siguiente) fueron ejecutadas no menos de 15.000 personas -aunque algunos investigadores elevan la cifra hasta los 35.000 o 40.000- en cadalsos levantados en la plaza pública. Acusados todos ellos de 'contrarrevolucionarios', en una práctica que luego sería lugar común de las sucesivas revoluciones históricas, compartieron destino víctimas que se oponían realmente al cambio con otros que simplemente eran críticos con el concreto proceder político del gobierno del momento. Como Madame Roland y sus amigos.

Ilustración sobre su ejecución de Madame Roland.
Ilustración sobre su ejecución de Madame Roland.

En cierto modo, la mujer de Jean Marie Roland quiso ser como esa imagen que posteriormente pintaría Delacroix, 'La libertad guiando al pueblo', sólo que con vestimentas acicaladas y en el marco de un salón de té. Pero la mujer coraje Manon, una rara avis en su época, una ilustrada comprometida con la realidad política de su país, se encontró con que los autoproclamados representantes del 'pueblo' eran quienes ponían fin a sus días, sin permitirla ni tan siquiera leer la defensa que había preparado concienzudamente durante su casi medio año de cautiverio: primero en la prisión de L`Abbaye y luego en la de Sainte-Pélagie.

Cinco meses largos de prisión que Manon Roland utilizó para escribir, con la urgencia de los días contados, dos libros: unas 'Noticias históricas' sobre los personajes y los hechos de la Revolución Francesa, y sus 'Memorias privadas', en los que rememora su vida desde la vecindad de la muerte. En ambos casos entregó los manuscritos a algunos de los amigos que podían visitarla, pero el primer libro fue interceptado por las autoridades y destruido. No así el segundo -editado en 2008 por Ediciones Siruela con prólogo de Ángeles Caso- que queda como testimonio vivo y emocionante de una mujer poco común.

«Nunca tuve intención de convertirme en autora», explica en esas mismas memorias. Es muy probable que Manon escribiera muchos de los discursos políticos de su marido, pero nunca quiso exponerse a la primera línea del protagonismo público. Prefirió ser inspiradora y agitadora. Su salón de té fue centro de reuniones del grupo girondino hasta su desmantelamiento. Pero, paradójicamente, gracias a la guillotina finalmente Manon se decidiría a firmar su primer libro, póstumo, apremiada por una urgencia mayor que cualquier pudor.

Madame Roland, en una ilustración de la época.
Madame Roland, en una ilustración de la época.

La figura de Madame Roland no goza de un reconocimiento unánime. Parece claro que ejerció una notable influencia en el grupo girondino, y especialmente en su marido Jean Pierre, que llegaría a ser ministro de Interior. El Diccionario de Mujeres en la Historia, de Cristina Segura, lo afirma categóricamente: «Ejerció sobre su esposo una influencia absoluta, asegurando su ascenso político dentro del partido girondino. Llegado su marido al gobierno, ella dirigió de hecho el Ministerio del Interior». Pero no todos ven positiva esa influencia. En la 'Historia y diccionario de la Revolución Francesa', de J. Tulard, J. F. Fayard y A. Fierro, se afirma: «Sus cartas nos revelan un carácter exaltado y un espíritu enredador en política. Fue ella quien llevó a la perdición a la Gironda por sus consejos, que inspiraban con frecuencia antipatías absurdas». Aunque no le niegan la grandeza ejemplar de sus últimas horas: «Al menos supo morir con coraje».

Ángeles Caso, por su parte, no duda en calificarla como «una de las personas más influyentes de la facción revolucionaria de los girondinos», en el prólogo a la edición española de sus memorias. Y destaca que gozaba de «un profundo sentido político, raro en una mujer de su tiempo, que la llevó desde muy pronto a criticar tanto las formas jerarquizadas del Antiguo Régimen, la frivolidad o la tendencia a la injusticia social de las clases privilegiadas, o la manipulación de la Iglesia, como la brutalidad de las masas incultas». De todo ello dan cuenta sus memorias, un texto excepcional, por el contexto dramático en el que fueron escritas, en el que conviven la autoafirmación personal, un tanto narcisista en ocasiones, con la lucha de la autora contra las expectativas sociales derivadas de su condición de mujer. Y, sobre todo, con una desgarradora visión de la deriva atroz, vengativa y devoradora del proceso revolucionario.

«Francia no es ya más que un vasto teatro de carnicerías, una arena sangrante en la que sus propios hijos se destrozan», escribe desde la prisión, con plena conciencia de que sus días están contados y que ella será una víctima más de ese matadero público. Las páginas más vibrantes del libro son justamente las que dan cuenta de esa realidad autodestructiva de la Francia revolucionaria, en la que, con la excusa de perseguir a la aristocracia, se acabó persiguiendo la inteligencia y la disidencia. Un buen ejemplo de su elocuencia puede leerse en este párrafo: «¿Describirá alguna vez la historia el horror de estos tiempos espantosos y de los hombres abominables que los llenan de crímenes? (...) ¿Con qué se puede comparar la dominación de esos hipócritas que, siempre revestidos con la máscara de la justicia, siempre hablando el lenguaje de la ley, han creado un tribunal para servir a su ansia de venganza, y envían al patíbulo con formas jurídicamente insultantes a todos los hombres cuya virtud les ofende, cuyos talentos les hacen sombra, o cuyas riquezas excitan su codicia?». Manon lamenta que el derrocamiento de la tiranía «tan sólo ha sido la señal para el triunfo de las pasiones odiosas y el desbordamiento de los vicios más horribles (...) El pueblo rodea en masa el Palacio de Justicia, y su furor estalla contra los jueces que no pronuncian lo bastante rápido la condena de los inocentes. Las prisiones rebosan de hombres responsables, de generales y funcionarios públicos, y de individuos cuyo carácter honraba la humanidad».

Pasión por la lectura

Difícil de superar este retrato de unos tiempos bárbaros. Pero en las memorias de Madame Roland hay mucho más. Está la pasión por la lectura de una mujer ilustrada, para bien y para mal, que rechazó todos los matrimonios que sus padres le concertaron y que únicamente se desposó, a los 26 años, y por propia voluntad, con quien pensó que podía proporcionarle el enriquecimiento intelectual que creía imprescindible. También nos cuentan los desvelos de una mujer que no quería resignarse al papel que se esperaba de ella. «¿Es para brillar ante las miradas, como las flores de un parterre, y recibir algunos vanos elogios, por lo que las personas de mi sexo se forman en la virtud y adquieren talentos? (…) ¡Ah, sin ninguna duda tengo un mejor destino!».

«Los grandes dolores no tienen lágrimas», dejó escrito. Pero el suyo estuvo bañado en ellas, aunque evitaba mostrarlas cuando recibía visitas en la prisión. El sufrimiento fue tanto que Manon llegó a pensar en suicidarse, para no dar el gusto a sus verdugos de ser ellos quienes decidieran sobre su vida. Pero el amigo al que pidió el veneno para matarse la convenció de que su último servicio a sus ideas y a su país sería convertir su muerte en un acto ejemplar que avergonzara a sus jueces. Y a ello se dispuso. Vestida de blanco, para resaltar su pureza, y con sus largos cabellos negros sueltos hasta la cintura afrontó el final con la gallardía y el coraje que nunca la abandonaron. Si su vida aún es discutida, su muerte, y sus últimas palabras, la convirtieron, en cambio, en símbolo de la dignidad atropellada por la barbarie revolucionaria del Terror.

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