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Un jovencísimo Felipe Matarranz, en una fotografía tomada hacia 1936.
El último maquis: una vida en la lucha

El último maquis: una vida en la lucha

La muerte de Felipe Matarranz, ‘El Lobo’, el pasado 23 de mayo, rescata la historia de este hombre de origen segoviano entregado de lleno a la causa antifranquista

Carlos Álvaro

Sábado, 8 de agosto 2015, 09:17

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El pasado 23 de mayo, unas horas antes de que se abrieran las urnas en los colegios electorales, fallecía Felipe Matarranz González, El Lobo, histórico guerrillero y maquis asturiano que consagró los mejores años de su vida a la causa antifranquista. Sus raíces segovianas su abuelo era de Lastras de Cuéllar y su padre de Fuentesoto y su reciente muerte traen a la actualidad la trepidante biografía de un hombre que luchó por aquello en lo que creía, una historia de sacrificio y coherencia con unos principios que inspiraron su vida y la de otros muchos partidarios de una España mejor, más justa e igualitaria.

«Es una historia muy triste. Lo perdieron todo. Lo perdieron todo menos la vida, si se puede llamar no perder la vida a dejarse en el camino los proyectos y las ilusiones de la juventud, la juventud misma, la libertad...», señala María Ángeles Vázquez Matarranz, hija de una prima carnal de Felipe. María Ángeles estuvo muy cerca de él durante sus últimos años. A ella le confió numerosos episodios de su juventud, de una juventud sacrificada por un ideal: «Siempre pensó que los mejores años de su vida los había pasado en la cárcel, pero nunca dejó de pensar como pensaba. Militó hasta el final».

Felipe Matarranz González nació en La Franca, Ribadedeva, Asturias, el 2 de septiembre de 1915. Hijo de Ángeles y Felipe, un minero de origen segoviano que trabajó en Somorrostro (Vizcaya) y Mieres (Asturias) antes de instalarse y dedicarse a la agricultura en Torrelavega (Cantabria), era el segundo de cinco hermanos: Antolina (1913), Cosme (1917), Salvador (1930) y Ángel (1932). Cursó estudios primarios y tres años en la Escuela de Artes y Oficios de Torrelavega y trabajó como ebanista. Pero la ideología del padre, que había sufrido como minero los graves conflictos de 1917, caló de lleno en su carácter. Felipe era un adolescente cuando ingresó en los Pioneros, y pronto se enroló en la Juventud Comunista, militancia que dejó en él una conciencia de clase muy marcada. «Yo pertenezco a la clase obrera; esa es mi clase», solía repetir. En los años previos al estallido de la Guerra Civil española, Felipe colaboró con la difusión de periódicos y folletos de propaganda izquierdista y tomó parte activa en las huelgas del ramo de la madera. Tras la Revolución de Asturias fue detenido en varias ocasiones y no dudó en ocupar el Ayuntamiento de Torrelavega, junto a militantes de la Juventud Socialista Unificada (JSU), cuando se enteró del alzamiento de una parte del Ejército el 18 de julio de 1936. Ahí empezó para él una lucha de quince años que marcó su vida y la de su familia.

Alistado voluntariamente en las milicias populares, participó en numerosas acciones bélicas del frente del norte. Matarranz tomó parte activa en diferentes batallas contra las tropas de Franco: El Escudo, Piedras Luengas, San Glorio, Potes, Gijón, Oviedo... «Contaba que, en octubre de 1936, fue herido de gravedad en un combate en Las Cabañas de Noceco. Una bala le entró por la ingle y la salió por el riñón. Notó un dolor tremendo pero siguió luchando por la toma de la posición, junto a otros tres compañeros. Como la hemorragia era muy grande, acabó perdiendo el conocimiento y lo dieron por muerto. A Torrelavega, donde estaba la familia, llegó el parte de fallecimiento. La suerte quiso que un amigo del pueblo acudiera a buscar el cuerpo en compañía de un médico. Cuando lo encontraron, en una pila de cadáveres, comprobaron que estaba vivo. Más de un mes pasó ingresado en el Santuario de la Bien Aparecida, convertido en hospital de sangre, pero en cuanto se repuso volvió a la carga», narra María Ángeles.

En efecto, Felipe Matarranz pidió el alta voluntaria y regresó a la guerra. Recorrió todo el frente del norte: Santander, Burgos... Estuvo en los combates por la posición de La Cabra, en los de Cilleruelo de Bricia, de Espinosa de Bricia... En agosto de 1937, encontrándose defendiendo el puerto de Carrales, empezó la ofensiva nacional sobre Santander. Tras quince días infernales, las tropas republicanas se retiraron hacia el Castro de Bricia. De 130 hombres solo quedaron doce. El asturiano escapó por la noche a través de las líneas enemigas y continuó combatiendo en Bárcena de Pie de Concha, Alceda, Ontaneda, Puente Viesgo y Las Presillas, donde fue acorralado por carros de combate italianos y hecho prisionero. Sin embargo, consiguió fugarse y llegar a Santander, un Santander rendido y en manos de Franco. «Iban con ánimo de defender Santander, pero cuando llegaron, la cuidad estaba envuelta en una sábana blanca, la sábana blanca de la rendición», explica María Ángeles.

Prisión en Torrelavega

«Y como en Santander no tenía nada que hacer, decidió ir a Torrelavega, donde comprobó que la familia se había marchado a La Franca, el pueblo natal, y que su hermana, Antolina, comunista como él, estaba en la cárcel. Decidió, pues, viajar a La Franca y allí recibió la noticia de que a Antolina la habían condenado a muerte. La muchacha, modista de oficio, pertenecía a la Juventud Comunista y era responsable del ropero miliciano. Ese era todo su delito». (Antolina logró salvar la vida, pues la pena le fue conmutada y abandonó la prisión en 1941, con 27 años).

De regreso a Torrelavega, Felipe fue detenido, sometido a un consejo de guerra y condenado a muerte por «auxilio a la rebelión». Era el 31 de diciembre de 1937. «No he sentido nunca más angustia que aquellos días, pensando que, en cualquier momento, podían sacarme de la celda para llevarme al paredón», solía reconocer. Pero la ejecución de la sentencia no llegaba. En la prisión de Torrelavega pasó casi dos años. De la celda solo lo sacaban para llevarlo al cuartel de la Guardia Civil, donde le infligían todo tipo de torturas. En octubre de 1939, acabada ya la contienda civil, un nuevo consejo de guerra volvió a condenarlo a muerte, esta vez «por rebelión militar y traición a la España nacional», pero a los pocos días, esa pena le fue conmutada por la de treinta años de reclusión, condena que empezó a cumplir en las cárceles de Santander y Alcalá de Henares. Finalmente, tras 1.681 días en la sombra, el 15 de julio de 1942 obtuvo la libertad condicional y volvió a La Franca, donde debía vivir confinado hasta obtener la libertad definitiva.

Tres años de clandestinidad

«Pero Felipe tenía un carácter irreductible y no tardó en ponerse en contacto con el Partido Comunista, en ese momento en la clandestinidad, y con el movimiento guerrillero de resistencia, el mundo del maquis. Y en él se introdujo, con el alias de El Lobo (tomado del pasaporte de un falangista de nombre José Lobo que le hicieron)», sigue narrando su prima. Convertido en maquis, en 1945 fue nombrado responsable político de la Sexta Brigada Norte, la Brigada Machado. El Lobo vivió en los montes asturianos y cántabros alrededor de tres años, en la más absoluta clandestinidad, y entregado a la resistencia antifranquista más activa. La Guardia Civil lo sorprendió el 25 de noviembre de 1946, cuando participaba en una reunión con otros guerrilleros de la Brigada Machado. Logró escapar entre disparos pero no llegó muy lejos. Al día siguiente le dieron alcance. Encarcelado en la Modelo de Oviedo, Matarranz permaneció cuatro meses incomunicado, sometido a interrogtorios insoportables y a todo tipo de torturas y vejaciones. Hasta veintidós diligencias le practicaron durante ese tiempo. «Fueron cuatro meses inhumanos. Él hacía hincapié en lo terrible que era la incomunicación, hasta el punto de que logró capturar una mosca y dos hormigas que entraron en la celda para no sentirse solo. A la mosca le cortó un ala para que no pudiera escapar», apunta María Ángeles.

En noviembre de 1947, juzgado por un Consejo de Guerra Sumarísimo, fue condenado a seis años de prisión mayor, esta vez por su condición de maqui y de «hombre peligroso para la patria». En el penal de Burgos permaneció hasta el 21 de agosto de 1951, en que fue puesto en libertad condicional. «En Burgos pasó todo tipo de penalidades. Contaba detalles escabrosos. Hasta quince presos podían compartir una celda y un mismo cacharro para hacer sus necesidades. Un día, desesperado, intentó quitarse la vida cortándose las venas con la chapa de un botón roto. Pero no lo consiguió».

Protagonista de un tiempo atroz

  • Posiblemente no sea el último maquis, o sí. La historia de Felipe Matarranz González está plasmada en sus libros autobiográficos, Manuscrito de un superviviente, publicado en Cuba en 1987, y Hay muchos Cristos (Francia, 2004). En su casa de La Franca guardaba sus papeles, sus recortes de prensa, los recuerdos del tiempo atroz que le tocó vivir. Y le gustaba salir de la residencia, bajar a casa y repasar todas esas carpetas. Estaba, además, muy bien informado de la actualidad. Afortunadamente, vivió para ser testigo del final del franquismo, de la recuperación de las libertades, de la inauguración de una democracia que no le convencía demasiado, porque, entre otras cosas, pensaba que había dejado pendiente la cuestión republicana, el advenimiento de la III República. Había sufrido mucho. Había visto muchos caídos, unos acribillados a balazos y otros ejecutados de la manera más injusta. Pero vivir le mereció la pena. El próximo septiembre hubiera cumplido cien años.

Unos días después de salir de la cárcel, Felipe Matarranz, El Lobo, cumplía 36 años, muchos de los cuales los había pasado en la lucha o detrás de las rejas. Al final de sus días lo repetía con desconsuelo: «En la cárcel enterré los mejores años de mi vida». Volvió a La Franca, y en 1953 obtuvo la libertad definitiva. Unos años después empezó a trabajar en Dragados y Construcciones, donde llegó a ser encargado general, y en 1977 disfrutó con la legalización del Partido Comunista, en el que seguía militando y con el que siempre se mantuvo en contacto. «Me gusta pensar que, con su entrada en Dragados y Construcciones, se cerraba un círculo, un círculo que empezó con su abuelo Domingo, un picapedrero de Lastras de Cuéllar, y continuó con su padre, Felipe, como constructor de carreteras y minero», señala María Ángeles. Felipe, que ni se casó ni tuvo hijos, pasó sus últimos años en una residencia de Colombres. Una rosa roja y una bandera republicana adornaban su ataúd el día del entierro.

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