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Restos del poblado minero de la Piela, cerca de la localidad berciana de Cadafresnas.

Rastros de la fiebre del wolframio

El historiador Diego Castro reivindica en una investigación el uso cultural y turístico de complejos industriales erigidos en Castilla y León al calor de la demanda del mineral en la II Guerra Mundial

Jesús Bombín

Miércoles, 3 de diciembre 2014, 10:20

El wolframio era clave en la industria bélica y España y Portugal contaban a comienzos del siglo XX con las principales reservas de Europa. Este metal se concentraba en varias provincias del oeste de la península, entre ellas León, Salamanca y Zamora. El estallido de la II Guerra Mundial tuvo su resonancia en las entrañas de estos territorios, ricos en un mineral apetecible, que alcanzó un altísimo precio en los mercados mundiales al dispararse su demanda para la construcción de armamento. El difícil juego de equilibrios y estrategias desató una guerra de espías, contrabando y chantajes con Estados Unidos y Reino Unido en pugna con la Alemania de Hitler por hacerse con el preciado wólfram.

En esta atmósfera se ha sumergido Diego Castro (Ponferrada, 1987), autor de Las rutas del wolframio en Castilla y León, un trabajo becado por la Fundación del Patrimonio Histórico en el que da cuenta de lo que supuso en El Bierzo la explotación durante la II Guerra Mundial (1939-1945) y la Guerra de Corea (1950-1953) de un metal utilizado «para la producción de aceros aleados de alta resistencia, imprescindibles en los blindajes y herramientas con que se fabrica el armamento», relata el autor de una obra que abunda también en los complejos industriales que se levantaron en Zamora y Salamanca.

La curiosidad por todo lo que había escuchado en torno a esa época desató la imaginación en Diego Castro. «Siempre me atrajo la montaña de la peña del Seo, en el pueblo berciano de Cadafresnas, muy grandiosa, impactante como las historias que había oído contar», refiere este profesor de Historia.

Su indagación se centra en El Bierzo por haber acogido una doble explotación industrial en la década de los años cuarenta del siglo pasado con la II Guerra Mundial, y en la siguiente con la Guerra de Corea. Con uso estratégico en la fabricación de corazas de blindados, de proyectiles antitanque, como endurecedor de armamento y para la fabricación de motores o bombillas, la demanda de wolframio se disparó con el estallido del conflicto bélico.

«Hay una pugna por conseguir su producción y la Península Ibérica es muy rica en yacimientos. Estadounidenses y alemanes vieron una fuente de abastecimiento en una España recién salida de una guerra civil que se ve presionada por los aliados y por Alemania». Recuerda que el Gobierno español vendía más producción al ejército nazi, lo que motivó que Estados Unidos decretara el embargo de petróleo a España entre febrero y mayo de 1944 al objeto de presionar a las autoridades franquistas para que dejaran de enviar el preciado tungsteno a Berlín. «Es algo poco conocido, pero España estuvo esos meses sin abastecimiento», revela Diego Castro.

En su trabajo aborda cómo repercutió la fiebre del wolframio en los pueblos que circundan la peña del Seo, donde la gente acudía con picos y palas en un tiempo en el que la tonelada se pagaba a 285.000 pesetas de la época, un precio en imparable ascensión conforme avanzaba la guerra. «Había una red de agentes alemanes, estadounidenses y británicos que se dedicaba a comprarlo a particulares; como lo pagaban tan bien, cada vez acudió más gente a extraerlo, de modo que la zona se convirtió en un salvaje oeste».

Ha recopilado documentación y testimonios orales que hablan de tiroteos y robos en aquellos años de posguerra, hambre y miseria. «Se pagaba tan bien el mineral que había una famosa partida, la cuadrilla del gas, gente armada convertida en salteadores de caminos que robaban a quienes tenían wolframio; su explotación era anárquica, sin control».

El fin de la contienda acabó también con la voracidad extractora. Los lugareños dejaron de acudir a la peña del Seo hasta que un posterior conflicto en los años cincuenta, la Guerra de Corea, dispara de nuevo la necesidad de wolframio por parte de Estados Unidos. La empresa levantó un poblado minero que llegaron a habitar 40 familias, construyó hornos, lavaderos... la montaña se perforó con abundante maquinaria y mano de obra que permitía obtener seis toneladas mensuales. El apogeo industrial duró hasta el fin de la contienda, en 1953. De nuevo, caída de la demanda y, ahora sí, el definitivo declive del territorio.

En la montaña ha quedado un paisaje de edificios en ruina y galerías excavadas que no se cegaron, vestigios de cicatriz industrial en plena naturaleza que Castro intuye con futuro. «Mi intención con esta investigación es revitalizar la zona desde una perspectiva cultural y turística; he propuesto tres rutas senderistas con recorrido circular alrededor de la peña del Seo y pueblos aledaños», afirma, convencido de que un proyecto bien estudiado podría estimular no solo este enclave minero, sino también los de Zamora y Salamanca, que vivieron la fiebre del wolframio, uniéndose a una ruta europea.

Por todo lo que atrajo a su alrededor, la búsqueda de wólfram ha sido objeto de miradas literarias. Entre otros autores, se han hecho eco Martín Vigil en su novela Tierra brava y también Raúl Guerra Garrido en El año del wólfram. Ahora, Diego Castro revive este interés con tintes históricos y con la idea de anclarlo al presente del territorio.

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