¿Qué hay detrás del hábito de comerse las uñas?
La onicofagia es una conducta que, aunque muy extendida, conviene tratar porque tiene consecuencias médicas y sociales
Actúa como un reductor de la ansiedad. Si alguien se muerde las uñas, algo hay detrás que le inquieta, le preocupa o le angustia. « ... En principio se considera un hábito, porque su prevalencia puede oscilar entre el 10% y el 40% de la población, según los estudios que se consulten, pero cuando la conducta es reiterada y crea una malestar clínicamente significativo o afecta a la vida cotidiana se puede hablar de trastorno», explica el psicólogo vallisoletano David Gómez.
En su consulta, ha visto dedos y manos muy dañadas. La visita no ha sido para tratar concretamente esta conducta compulsiva, que es una consecuencia de un estado psicológico alterado. En las terapias se ha trabajado, principalmente, para actuar en la raíz: la ansiedad, y al tiempo se han buscado medidas para erradicar la llamada onicofagia.
Una persona que descarga sus nervios o su malestar en las uñas puede sufrir importantes lesiones en los dedos -algunos se arrancan incluso la piel-, dientes o encías. Eso por un lado. Pero, además de las implicaciones médicas, las sociales también son importantes. Para el que se las muerde suele ocasionarle problemas de interacción con los demás. No se sienten cómodos, no quedan con alguien porque no quieren que les vean cómo tienen las manos, les produce vergüenza... Y esa sensación puede, además, retroalimentar el hábito.
«Moderse las uñas suele ocasionar problemas de interacción social. Las personas con este hábito no se sienten cómodos y muchas veces de avergüenzan»
Para quien está con una persona que practica esta conducta tampoco es agradable ver cómo alguien no deja de repasarse los dedos y presenta unas uñas diminutas y carcomidas. «Por ejemplo en una entrevista de trabajo la imagen se forma en un plazo breve de tiempo y aunque en ese momento la persona no se haya mordido las uñas el lenguaje no verbal es importante y el observar cómo tiene los dedos también puede afectarle a la hora de ser seleccionado», argumenta el psicólogo.
La onicofagia es más frecuente en los niños. La presentan un 30% de ellos entre los siete y diez años, y puede llegar al 45% de los adolescentes, según las cifras aportadas por la Sociedad Española de Medicina Interna. «La prevalencia es más alta en la infancia porque su sistema emocional es más inmaduro y gestionan así esa ansiedad o malestar que sienten», recalca el experto, quien aconseja a las familias que observen ese comportamiento en sus hijos, que les pregunten por qué lo hacen y qué les pasa, pero que no les regañen, porque eso puede generarles mayor ansiedad aún. Su consejo: pedir ayuda a un psicólogo cuando el hábito no cesa, aunque en ocasiones, con el paso de la edad, remita sin necesidad de tratamiento.
«Se trabajan técnicas de reversión del hábito; desde cruzar los brazos a meterse las manos en los bolsillos hasta utilizar unos guantes o aplicar esmaltes de sabor amargo»
¿Se puede solucionar? Sí. Y el porcentaje de éxito es alto, entre el 60% y el 75% de los casos. La terapia psicológica es efectiva. Primero, se realiza una evaluación del estado del niño o del adulto y, a partir de ahí, se trabaja en el origen de esa ansiedad para aminorar su afección y mejorar el estado de la persona.
En el caso de la onicofagia en sí misma se trabajan «técnicas de reversión del hábito». Desde cruzar los brazos a meterse las manos en los bolsillos cuando vemos que instintivamente las vamos a llevar a la boca, hasta utilizar unos guantes o aplicar esmaltes de sabor amargo para que cuando nos acerquemos los dedos a los labios no produzca rechazo.
Para los niños, explica David Gómez, se suele trabajar la técnica de economía de fichas. Cada hora sin morderse las uñas se consigue una. Estas se pueden canjear luego por algún premio. En caso de que no cumpla el compromiso, en vez de ganar fichas las pierde y la recompensa no llega. Lógicamente, tienen más éxito los tratamientos contra la onicofagia cuanto antes se hagan. «No es lo mismo trabajar con un niño de diez años que con una persona que lleva cuarenta con esta conducta compulsiva», aclara Gómez.
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