Cuando Pujol defendía la unidad de España
Castilla y León fue elegida el 26 de noviembre de 1981 para la primera visita oficial del entonces presidente de la Generalitat, que insistió en la colaboración de Cataluña para mantener la integridad territorial del país
Enrique Berzal
Sábado, 3 de diciembre 2016, 21:05
«Castilla, fundamentalmente Castilla, hizo a España, pero Cataluña también contribuyó. España la hemos hecho todos». Así de contundente se manifestaba Jordi Pujol, hace hoy justamente 35 años, en el Castillo de Fuensaldaña. Aquel 27 de noviembre de 1981, segundo día de estancia en Castilla y León, comunidad autónoma escogida por el presidente de la Generalitat para su primera visita oficial, reiteró lo que ya muchos le venían oyendo desde que llegó: el importante papel histórico jugado por Cataluña en la conformación de la nación española. Es más, según recogía El Norte de Castilla, para Pujol no había lugar más idóneo para avanzar en la unidad de la España plural que las tierras castellanas y leonesas:
«Hemos querido empezar concretamente por Castilla y León porque vamos a intentar consolidar un planteamiento de organización del Estado que represente un progreso sobre planteamientos que ha habido en el pasado y en el que tengan cabida todas las culturas, todas las lenguas, las realidades que hay en España». Aquella histórica visita del líder nacionalista catalán adquiere aún más relevancia si reparamos en que fue precisamente la reposición de la Generalitat por el presidente Adolfo Suárez, en 1977, el principal detonante del empuje regionalista en Castilla y León.
Asumido el café para todos autonómico por los de Suárez, mientras en abril de 1980 Pujol ganaba las elecciones a la Presidencia de la Generalitat al frente de Convergència i Unió (CIU), en Castilla y León avanzaba la preautonomía por medio del Consejo General, antepasado inmediato de la Junta actual. Cuando a mediados de 1981 el líder catalán anunció que su primera visita oficial sería a esta comunidad autónoma, el centrista José Manuel García-Verdugo ejercía la presidencia del Consejo después de haber relevado, en marzo del año anterior, a su colega de militancia Juan Manuel Reol Tejada. No solo eso, sino que el 29 de julio de 1981 había entregado a los presidentes del Congreso y del Senado el primer proyecto de Estatuto de Autonomía de Castilla y León, que, entre otras medidas, establecía en Tordesillas la sede de las instituciones de autogobierno.
El 26 de noviembre de 1981 Pujol comenzó su visita oficial en Burgos, concretamente en el Palacio de la Isla, sede del Consejo General castellano y leonés que en plena guerra civil había servido de cuartel general al mismísimo Francisco Franco. Paradojas de la historia, en el Palacio Franco no solo firmó el parte que ponía fin a la contienda, fechado el 1 de abril de 1939, sino también la derogación del Estatuto de Autonomía de Cataluña que las Cortes republicanas habían aprobado en 1932.
42 años después, sin embargo, el clima era radicalmente distinto. A Pujol lo recibieron en Burgos con agasajos y con tres banderas, la española, la catalana y la castellana y leonesa. El Norte de Castilla le dedicó un editorial que le daba la bienvenida como «honorable señor Pujol» y confesaba que «aquí todos los castellanos bien nacidos nos alegramos, con sinceridad y en confianza, de la visita del presidente de la Generalidad catalana». Nadie se acordaba ya, o al menos nadie quería recordar, aquella arrogante sentencia de Josep Tarradellas, presidente de la Generalitat en el exilio, cuando hablaba de los «pueblos de España que hace cuatro siglos que gobiernan y ahora, en dos meses, piden la autonomía», en referencia a las tierras castellanas y leonesas.
Conciencia española
Pujol era distinto; nada tenía que ver con la imagen de catalanista radical dispuesto a cantar las cuarenta a la Castilla imperial. Todo lo contrario: el «muy honorable» insistió en la necesidad de avanzar unidos, todas las autonomías, en la empresa común de «conquistar un futuro brillante» para España, incluso se refirió en repetidas ocasiones a Cataluña como avanzada en la toma de conciencia de la nación española: «La conciencia de España existe en Cataluña antes de que políticamente se realice la unidad. Uno de nuestros reyes de más renombre y más significativo, Jaime I, habla en su crónica del honor de España, del cual se siente defensor», aseguró tras la cena que se le ofreció en el Hotel Landa.
El libro de firmas del Consejo General de Castilla y León testimonia igualmente la voluntad integradora de aquel catalán que con 50 primaveras acababa de estrenar el primero de sus 23 años al frente de la Generalitat: «A Castilla y a León, protagonistas principales de la Historia de España y forjadores de una realidad de dimensión universal en el campo del espíritu, de la cultura y de la lengua, traigo la expresión de la fraterna amistad de Cataluña, de su voluntad de defensa de la propia identidad y de su ferviente deseo de colaborar eficazmente y constructivamente a la edificación de una España para todos», dejó escrito de su puño y letra aquel 26 de noviembre de 1981.
Su tono no cambiaría un ápice en las jornadas siguientes, si acaso se radicalizó en un sentido conciliador. En el castillo de Fuensaldaña, donde llegó en la mañana del día 27 tras pasar por Covarrubias y Silos, compartió complicidades con el presidente de la Diputación Provincial, el ucedista Federico Sáez Vera, se detuvo un buen rato contemplando una exposición y reiteró que «España la hemos hecho todos». Incluso compitió, ya por la tarde, con el alcalde socialista Tomás Rodríguez Bolaños en el siempre socorrido ejercicio de rastrear en el pasado para hallar huellas de la fraternidad histórica entre catalanes y castellanos: si el edil vallisoletano se refería a la amistad de los Armengol, condes de Urgel, con Pedro Ansúrez, fundador de la ciudad del Pisuerga, Pujol le contestaba con el ejemplo del descubridor catalán Gaspar de Portela, encantado de haber contribuido a la empresa castellana en California.
Por eso Villalar no le pilló con la guardia baja: aquella tarde del 27 de noviembre de 1981, el presidente catalán confesó a todos los presentes, bajo la atenta mirada del alcalde, Félix Calvo Casasola, su fijación por los comuneros de Castilla desde la más tierna infancia, seducido por aquel «símbolo del espíritu de Castilla, símbolo de libertad» que personificaban Padilla, Bravo y Maldonado. Banderas de Castilla y Cataluña abrigaron la ofrenda floral que junto a García-Verdugo depositó en el monolito.
Una visita a León y Astorga y otra final a Salamanca, tras breve estancia en Zamora, completaron el primer viaje oficial, sin duda triunfal, del presidente de la Generalitat. Luego, enseguida, vinieron las interpretaciones de la visita: hubo quien la achacó a la voluntad electoralista de un avezado Pujol que preparaba su próxima cita en las urnas ganándose previamente la confianza de los catalanes residentes en otras regiones, mientras otros la interpretaban como una calculada y exitosa campaña de imagen por parte de ambos anfitriones. Sea como fuere, El Norte de Castilla no dudó en calificarla de «viaje para la historia» y demostración fehaciente de que el sistema autonómico, lejos de rompr la unidad de España, en realidad la fortalecía, mientras ratificaba la españolidad del catalanismo moderado y suponía, de paso, un evidente espaldarazo para aquel Consejo General de Castilla y León demasiado bisoño.