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Manifestación del 3 de diciembre en París contra el proceso de Burgos.
Proceso de Burgos: Oxígeno para ETA, veneno para la dictadura
Proceso de Burgos

Oxígeno para ETA, veneno para la dictadura

Especial ·

El Consejo de Guerra de Burgos, celebrado en diciembre de 1970 y planteado como un escarmiento para la banda, terminó agrietando al Régimen por la presión internacional

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Jueves, 3 de diciembre 2020, 07:22

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Sostener, como hacen los historiadores, el 'Proceso de Burgos' constituyó un «punto de inflexión histórica» tanto para el devenir de la dictadura franquista como para la evolución inmediata del autodenominado movimiento abertzale no es, en modo alguno, una frase hecha o un mero ejercicio de retórica. Ya lo escribió a mediados de los 80 el catedrático de Historia Juan Pablo Fusi, académico de número de la Real Academia de la Historia, cuando se refirió al sumarísimo 31/69 como paradigma de ese error histórico del régimen de Franco que consistió en tratar el problema de ETA como un problema de orden público, caer en la trampa de la espiral acción-represión-acción tendida por la organización terrorista, y no percibir las mutaciones que se estaban operando en la sociedad vasca. «El juicio de Burgos fue un verdadero revulsivo de la conciencia vasca. Probó que la represión no solo no terminaba con ETA sino que le daba una legitimidad doble: legitimidad como punta de lanza de la lucha antifranquista; legitimidad como vanguardia en el resurgimiento del vasquismo», señalaba este acreditado especialista en la historia del nacionalismo vasco.

Si bien es cierto que la política de estados de excepción y acontecimientos como el proceso de Burgos jugaron irónicamente en beneficio de ETA, también lo es que por aquellos momentos, la banda terrorista no se comportaba todavía como esa sanguinaria maquinaria de matar que sería a partir de finales de los 70, y que incluso atravesaba por un proceso de división interna que la debilitaba sobremanera. Y tampoco el Régimen de Franco era esa suerte de estructura represora monolítica orquestada en torno a la figura del dictador, puesto que ya se dejaban entrever en su seno las grietas abiertas por las diferentes sensibilidades de sus «familias» políticas.

Lo paradójico del caso, en palabras de Álvaro Soto, es que «el proceso de Burgos, en un momento de debilidad de la organización terrorista, otorgó publicidad y apoyo a ETA, que consiguió recuperarse e incorporar nuevos militantes, preferentemente de las zonas del País Vasco que estaban soportando una mayor transformación de sus estructuras tradicionales debido a la intensa industrialización».

Efectivamente, a la altura de mediados de 1970, la banda terrorista, que desde la década anterior había adoptado la estrategia de acción-represión-acción, consistente en realizar actos violentos que provocasen una reacción desproporcionada del Régimen que afectase a toda la población vasca para, con ello, incrementar la adhesión social a la banda, se encontraba muy debilitada. Después de los asesinatos del guardia civil José Pardines, ocurrido en junio de 1968 tras una escaramuza en la que también falleció el etarra Txabi Etxebarrieta, y, dos meses después, de Melitón Manzanas, que era inspector jefe de la Brigada Político-Social de San Sebastián y una de las figuras más inclementes de la represión en el País Vasco, ETA entró en una fase de crisis profunda.

Melitón Manzanas y el guardia civil José Pardines.
Melitón Manzanas y el guardia civil José Pardines.

La detención de numerosos dirigentes tras la colocación de catorce artefactos explosivos en la primavera de 1969 profundizó las divisiones internas entre defensores y detractores de la estrategia acción-represión-acción, pues esta no estaba provocando el levantamiento de masas esperado, pero también entre quienes apostaban por la línea nacionalista y violenta y los que se decantaban por la marxista-obrerista. De modo que la banda celebró la VI Asamblea, en el verano de 1970, escindida en, al menos, cuatro tendencias: la dirección provisional, partidaria de crear un partido de la clase trabajadora, de tendencia trotskista, que impulsara la revolución vasca; las Células Rojas, de ideología más marxista que nacionalista; el grupo en torno a Krutwig y Madariaga, defensor de las tesis colonialistas para lograr la emancipación vasca; y los denominados 'milis', que, bajo la dirección de Juan J. Echave, eran firmes partidarios de la lucha armada.

Fueron estas dos últimas facciones, la colonialista y la del frente militar, las que se negaron a reconocer la legalidad de la VI Asamblea y se escindieron para crear ETA-V. La situación interna era tan crítica, que incluso se llegó a plantear la disolución de la organización.Sin embargo el Proceso de Burgos, hábilmente administrado tanto por los procesados como por sus abogados defensores, condujo irónicamente a la unión de todas las facciones en torno a las tesis violentas.

Más sobre los 50 años del Proceso de Burgos

También el Régimen franquista atravesaba por una situación de acusada disensión interna entre las «familias políticas» que lo sostenían, especialmente entre el equipo encabezado por el vicepresidente, el almirante Luis Carrero Blanco, al que apoyaban los tecnócratas del Opus Dei que habían impulsado las políticas desarrollistas, y la familia aperturista representada por los ministros Manuel Fraga y Fernando María Castiella. El llamado «Caso Matesa», un episodio de corrupción que enfrentó a falangistas y tecnócratas, la zanjó a finales de octubre el propio Franco con una remodelación del gobierno en la que, una vez sustituidos 13 de los 18 ministros, prevaleció la línea dura de Carrero, y en la que cobraron aún más protagonismo los tecnócratas dirigidos por Laureano López Rodó.

El objetivo primordial de este «gobierno monocolor» podría sintetizarse en propiciar la apertura exterior y la modernización económica pero sin aflojar un ápice la represión contra las disidencias, cada vez más incisivas desde mediados de los años sesenta. Con la vista puesta en la entrada en la OTAN y en la Comunidad Económica Europea, las esperanzas de Franco de que su «democracia orgánica» fuera reconocida internacionalmente parecían materializarse con el acuerdo preferencial firmado en junio de 1970 con el Mercado Común, de ahí el estupor que en buena parte de la clase política franquista generó el previsible impacto internacional del sumarísimo 31/69.

Dieciséis procesados

El Consejo de Guerra contra 16 activistas de ETA se celebró en el Gobierno Militar de Burgos por ser la sede judicial de la VI Región Militar, a la que pertenecían las provincias vascas en virtud del Decreto-Ley sobre Bandidaje y Terrorismo de 16 de agosto 1968 por el que algunos delitos civiles pasaban a depender de la jurisdicción militar. Lo presidió el teniente coronel Manuel Ordovás González, si bien fue el capitán auditor Antonio Troncoso de Castro, del Cuerpo Jurídico Militar, el que llevó la voz cantante. En su afán por convertirlo en un juicio ejemplarizante, la Auditoría de Guerra había acordado unificar todos los sumarios abiertos a líderes de ETA en un único macroproceso, decisión que, sin embargo, terminaría volviéndose contra sus pretensiones.

El teniente coronel Horta entrando a la sexta regional militar, sede del Gobierno Militar, donde se dicta la sentencia el Tribunal Militar.
El teniente coronel Horta entrando a la sexta regional militar, sede del Gobierno Militar, donde se dicta la sentencia el Tribunal Militar. Efe

Los procesados, a los que se acusaba de varios delitos (bandidaje, rebelión militar, terrorismo, asesinato y otros conexos), sobre todo del asesinato de Melitón Manzanas, eran Josu Abrisqueta Corta, Itziar Aizpurúa Egaña, Víctor Arana Bilbao, Arantxa Arruti Odriozola, Antxon Carrera Aguirrebarrena, José María Dorronsoro Ceberio, Juana Dorronsoro Ceberio, los sacerdotes Julen Calzada Ugalde y Jon Etxave Garitacelaya, Jokin Gorostidi Artola, Enrique Venancio Guesalaga Larreta, Francisco Xavier Izco de la Iglesia, Francisco Xavier Larena Martínez, Gregorio Vicente López Irasuegui, Mario Onaindia Nachiondo, y Eduardo Uriarte Romero. Excepto tres, ninguno había cumplido los 30 años y el más joven tenía 21.

Entre los abogados defensores figuraban algunos miembros destacados de la oposición al Régimen, como Gregorio Peces Barba, Juan María Bandrés, Josep Solé Barbera, Francisco Letamendía, José Antonio Etxebarrieta y Miguel Castells. Aunque en un primer momento se decretó el juicio a puerta cerrada, pues así lo permitía el Concordato con la Santa Sede al figurar dos sacerdotes entre los procesados, finalmente, presiones ante el Vaticano de estos y del obispo de San Sebastián, Jacinto Argaya, y del Administrador Apostólico de Bilbao, José María Cirarda, propiciaron que el gobierno, por acuerdo del Consejo de Ministros y previa solicitud de la Nunciatura Apostólica, acordase que la vista fuese pública.

Era este, sin duda, un factor crucial para los intereses de los acusados, que, siguiendo la estrategia de sus abogados defensores, plantearon el proceso como un altavoz de sus ideas, insistiendo en que era un juicio contra el pueblo vasco y el ejemplo más palmario de que el Régimen trataba de someter a una nación vasca uniformemente antifranquista. Como reconocía el propio Juan María Bandrés, los letrados decidieron llevar a cabo «una función movilizadora conectando y trabajando con la oposición española, evidentemente, y también con los franceses y alemanes». De ahí que la presencia de corresponsales extranjeros fuera una de las bazas que utilizaron para deslegitimar la dictadura, dar a conocer el nacionalismo vasco radical y despertar las simpatías de un amplio sector de la ciudadanía, española y extranjera, que consideró a los encausados más como heroicos luchadores antifranquistas que como miembros de una organización terrorista y separatista.

El juicio comenzó el 3 de diciembre de 1970, un día frío y nublado. Mientras los procesados y sus defensores se afanaban en hacer una denuncia global del Régimen, que además de perseguir con saña a los demócratas yugulaba las aspiraciones de autogobierno del pueblo vasco, en las calles comenzaron a sucederse manifestaciones multitudinarias de denuncia, agitadas por fuerzas políticas y sindicales de la oposición. El Régimen respondió a las disidencias decretando el Estado de Excepción: primero en Guipúzcoa, el día 4, y, a partir del 14 de diciembre, en toda España por un periodo de seis meses. Este hecho, unido a las penas solicitadas por el fiscal -6 condenas a muerte y 752 años de cárcel-, contribuyó sin duda a estimular la empatía hacia ETA de una parte importante de la opinión pública, consciente, pese a la censura vigente, del eco de las protestas.

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Entre estas destacaron las huelgas y manifestaciones obreras, estudiantiles y ciudadanas en Bilbao, Madrid, Zaragoza, Sevilla, Granada y Barcelona, el encierro en la abadía de Montserrat de 300 intelectuales catalanes, la firma de un documento de protesta encabezado por el pintor Joan Miró, la renuncia del propio Picasso a inaugurar su Museo en Barcelona, la denuncia de la Asociación Internacional de Defensa de los Derechos Humanos y de la Comisión Internacional de Juristas con sede en Ginebra, las quejas de los obispos vascos y del de Barcelona, las manifestaciones desarrolladas en las principales capitales europeas, o las peticiones de clemencia de los gobiernos del Vaticano, Gran Bretaña y República Federal Alemana, entre otros.

Las declaraciones de los procesados comenzaron el día 6. Desde un primer momento insistieron en la opresión que sufría el pueblo vasco y se explayaron en las torturas a las que habían sido sometidos. Que la estrategia de presentar el proceso como un «ataque político de la dictadura al País Vasco» estaba dando resultado vino a corroborarlo la orden del presidente del tribunal, el 8 de diciembre, de que los acusados se atuvieran a contestar las preguntas. La respuesta de estos era previsible: no solo se negaron a hacerlo, sino que reiteraron su condición de prisioneros de guerra y pidieron acogerse a la Convención de Ginebra de 1949. El cénit llegó el último día de la vista, el 9 de diciembre, cuando Mario Onaindía, emulando a unos nacionalistas escoceses que, detenidos por poner una bomba en una base de la OTAN, respondieron al tribunal cantando el himno escocés, protestó airadamente por la «represión del Régimen contra los vascos» y lanzó el grito «Gora Euskadi Askatuta!» ('Viva Euskadi libre'), secundándole sus compañeros con el himno 'Eusko Gudariak' y exclamaciones a favor de la revolución socialista para el País Vasco y para España. Sintiéndose amenazado, uno de los vocales no dudó en sacar su sable.

Otro suceso vino a incrementar la presión sobre el tribunal: el secuestro, por parte de un comando incontrolado dirigido por Juan J. Echave, en la noche del 1 de diciembre, del cónsul honorario de la República Federal Alemana, Eugen Beihl Shaeffer. Reivindicado por ETA-V, este hecho logró internacionalizar sus acciones. Días después, algunos dirigentes de la VI Asamblea iniciarán un plan de fuga consistente en excavar un túnel subterráneo desde el alcantarillado de la ciudad hasta la cárcel, liberar a los acusados y llevarles a París, donde tenían planeado celebrar un mitin multitudinario.

Enfrentamientos entre la policía y manifestantes, en París.
Enfrentamientos entre la policía y manifestantes, en París. Efe

A esas alturas ya había calado el mensaje de que lo que se juzgaba en Burgos no era terrorismo, sino la lucha por las libertades en España. Juzguen si no el comunicado difundido por el Comité Ejecutivo del Partido Comunista de España: «'No somos anti-españoles', han proclamado valientemente ante el tribunal los acusados del proceso de Burgos, uno de los cuales ha gritado también: 'Vivan los trabajadores españoles'. Son vascos, amantes de su pueblo, sedientos de libertad. De una libertad que millones de españoles reclamamos en estos momentos para España y todos sus pueblos».

De igual manera, Santiago Carrillo exclamaba: «¡No! ¡Esos muchachos no son enemigos de España! Son jóvenes nacionalistas que quieren la libertad de su país. Esta libertad no es incompatible con la existencia de un Estado español, a condición de que ese Estado tenga un carácter federativo, respetando la personalidad de cada uno de los pueblos que lo componen. Esos jóvenes son revolucionarios sinceros». También El Socialista, órgano del PSOE, reconocía que «en Burgos no se ventila solo lo ocurrido en Guipúzcoa sino que se ventila también la pervivencia del régimen franquista».

Condenas a muerte

Mientras el Vaticano, presionado por la Conferencia Episcopal y, a título individual, por los prelados de Bilbao, San Sebastián y Vitoria, pedía el derecho de gracia en caso de que se dictaran penas de muerte, el Régimen preparaba sus propias manifestaciones de adhesión al dictador y a favor de un castigo ejemplarizante: así hicieron en Burgos 40.000 personas el día 16, en otras muchas capitales españolas y en la Plaza de Oriente madrileña, donde algo más de 300.000 manifestantes corearon gritos a favor de Franco y, en ocasiones, contra el mismo gobierno y el Opus Dei, en un acto impulsado por la Organización Contrasubversiva Nacional del coronel José Ignacio San Martín.

Manifestantes perseguidos por la policía en una de las protestas que en aquellos años se repetían en la ciudad.
Manifestantes perseguidos por la policía en una de las protestas que en aquellos años se repetían en la ciudad.

La sentencia, hecha pública el 28 de diciembre, rebajaba las peticiones de cárcel a 519 años y 6 meses, pero incrementaba a 9 las condenas a muerte: una para Mario Onaindía, José María Dorronsoro y Francisco Xavier Larena, y dos para Eduardo Uriarte, Francisco Xavier Izco y Jokin Gorostidi. Para el resto -salvo Arantxa Arruti, que fue absuelta- se decretaron penas de entre 70 y 12 años de prisión. La reacción no se hizo esperar. Especialmente preocupante para el Régimen fue la amplia campaña internacional en solidaridad con los encartados, desde las peticiones de indulto de Pablo VI hasta las protestas de países democráticos como Italia, Bélgica, Francia, Suecia, Noruega, Dinamarca, República Federal Alemania y Francia. El mismo Nicolás Franco pidió a su hermano por carta que no las firmara: «No te conviene. Te lo digo porque te quiero. Tú eres un buen cristiano, después te arrepentirás. Ya estamos viejos».

En el Consejo de Ministros del 29 de diciembre prevaleció la opinión de Carrero Blanco y López Rodó de no hacer mártires y conceder el derecho de gracia. Según Licinio de la Fuente, entonces ministro de Trabajo, Franco acogió el apoyo mayoritario al perdón con estas palabras: «Muchas gracias, no saben ustedes el peso que me han quitado de encima». También fue decisiva la reunión el Consejo del Reino, partidario igualmente del indulto. Al día siguiente, un decreto conmutaba las penas de muerte por la condena inmediatamente inferior, 30 años de cárcel. El mensaje de Franco a la opinión pública fue, no obstante, que el Estado era lo suficientemente fuerte como para permitirse la clemencia. Ni que decir tiene que ETA-V se arrogó la victoria, aduciendo tanto el éxito del secuestro del cónsul de la RFA, al que había liberado el día 25 en San Juan de Luz en señal «de buena voluntad», como el alcance de las movilizaciones ciudadanas.

Lo cierto es que en lugar de ese escarmiento ejemplarizante que perseguía la Auditoría de Guerra, el Proceso de Burgos provocó un agrietamiento mayor en el Régimen franquista, al incentivar el enfrentamiento entre las diversas familias que lo sostenían. No solo ministros como el de información, Alfredo Sánchez Bella, laboraron por el indulto hasta el extremo de urdir un intento de soborno que aflojara la mano del capitán Troncoso, sino que incluso hubo partidarios del derecho de gracia entre los altos mandos militares, como el jefe del Alto Estado Mayor, el general Manuel Díez-Alegría.

De modo que mientras los políticos aperturistas se alejaban aún más de un Régimen que ahuyentaba la empatía de las naciones democráticas y de las organizaciones supranacionales, los reaccionarios, entre los que figuraban numerosos oficiales y altos mandos del Ejército, se revolvían contra un gobierno de tecnócratas que doblaba el brazo ante los terroristas. Había nacido el famoso «búnker» franquista.

Pero más paradójico aún es el hecho de que el Consejo de Guerra de Burgos consiguiera reorganizar a una ETA que en aquel momento estaba desorientada y dividida, haciendo que la facción más dura y violenta, alentada por la publicidad internacional, terminara ganando la batalla interna. El apoyo social a ETA en el entorno del nacionalismo vasco creció progresivamente, lo mismo que el número de simpatizantes dispuestos a colaborar de diversas formas con la banda. Como reconocía el mismo Mario Onaindía en una entrevista publicada en 1995, después del proceso de Burgos «la gente joven se identificaba de alguna manera con los procesados. Les hubiera agradado hacer alguna cosa parecida a lo que nosotros hacíamos o a lo que se imaginaban que hacíamos». El afianzamiento organizativo de la banda en su faceta más violenta se materializaría muy pronto en forma de nuevos atentados y de un incremento paulatino de víctimas, siendo la más importante el propio Carrero Blanco, asesinado tres años más tarde.

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