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JAVIER AGUIAR
Lunes, 9 de diciembre 2013, 14:18
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Un cabaret que va mucho más alla del mero entretenimiento es la primera producción de este colectivo que actúa como una comuna y que en su breve existencia ya ha demostrado que se puede trabajar fuera de los circuitos habituales y lejos de los modelos de producción tradicionales. Su hasta ahora único montaje, 'Un cabaret del fin del mundo', nació para una sola representación y ya lleva más de veinte por la región y alberga serias esperanzas de presentarse en plazas de altura, como Madrid, Bilbao o Zaragoza.
Son Teatrobrik, una banda a contracorriente, un equipo inasequible al desaliento, a las crisis, a los déficits y hasta a las persecuciones policiales y administrativas. Su espectáculo sorprende allá a donde va y su forma de gestionarse resulta aun más asombrosa. Carlos Chávez, autor de la dramaturgia y uno de los gestores de la fábrica y cuartel general del colectivo, el café Beluga, no duda en calificarse: «Somos unos suicidas por amor a nuestro arte», afirma tras hacer una somera contabilidad de cada uno de sus bolos.
Pero vayamos por partes. A modo de titular ellos mismos definen su iniciativa: «Una veintena de actores y músicos jóvenes se unen en una producción teatral propia para paliar las nulas oportunidades laborales en el sector cultural». Son el colectivo cultural Rémora, el grupo de jazz Stromboli y las compañías de teatro Malalengua, Hormonáuticas y Finando Hilo, que suman una veintena de artistas que, incluyendo al director, Carlos Martín Sañudo, al ya citado dramaturgo y a la productora, Lara González, se sitúan en un arco de edad comprendido entre los 25 y los 35 años. La mayoría de ellos concluyeron sus estudios de arte dramático hace dos o tres años y se encontraron con el panorama ya descrito y por todos conocido. Una situación que, lejos de achantarles, les impulso a buscar nuevas soluciones y propuestas.
«Se trataba de ver cómo nos lo montábamos en medio de unas condiciones tan adversas, con las ayudas oficiales desaparecidas, menos salas y cada vez más dificultades para acceder a ellas y una dinámica general de crisis total», recuerda Carlos Chávez. «Queremos hacer un proyecto creativo y también poner las cartas sobre la mesa. Hay que decir lo que tenemos», aclara, en relación tanto a su visión de la sociedad en que vivimos como a su manera de defender su arte.
La idea pasaba por hacer montajes de formato medio, con creaciones propias y aportaciones de todos los grupos que componen el combo. «No es microteatro», explica Chávez como queriendo desmarcarse de una de las corrientes alternativas más en boga. «Las funciones duran en torno a los 45 minutos», añade. El café Beluga, en Cantarranas, empieza a albergar funciones variopintas en las que «se adaptan obras de autores clásicos contemporáneos y emergentes». Bernhard, Pinter o Brecht, entre otros. También hacen el Café Brik, unos encuentros con el público en los que se habla de teatro pero sin limitaciones, talleres y cualquier proyecto relacionado con las artes escénicas.
El espíritu que reina es el de un laboratorio. Hay un deseo compartido de experimentar. También el del trabajo colectivo, en horizontal. Todos sus miembros aportan sus diferentes visiones y todas son escuchadas y debatidas.
Conformado el gran colectivo su primer trabajo es hacer el montaje de 'Un cabaret para el fin del mundo', la obra que Chávez ha escrito basándose sobre todo en textos del escritor húngaro Laszlo Krasznahorkai (Gyula, 1954). Piensan en una sola función pero la respuesta de público les anima a seguir adelante.
«No es un remedo del cabaret de los años 20 o 30 comenta este joven dramaturgo porque no se queda solo en el burlesque, en las variedades, sino que se centra en la crítica» política y social y se basa en algo que, cree, ha perdido el teatro tradicional, la cercanía con el público. Este enfoque tan crítico no evita que la función incluya números de clown, bailes y, por supuesto, la imprescindible figura del maestro de ceremonias, que aquí muestra continuamente su ácida visión de la vida.
«En realidad es un falso cabaret. Hemos cogido su estructura clásica y la hemos cerrado en una obra de teatro participativo en la que una serie de personajes interactúan entres sí y con el público, en un discurso loco, excéntrico, sarcástico y filosófico», en el que caben desde grandes temas como la libertad, la igualdad o la independencia hasta aspectos cotidianos y de convivencia diaria como los vecinos, las empresas o sus economías, resume el autor.
El público, asegura, ha sido muy variado y suele salir del espectáculo «contentos y diciendo que lo han pasado bien y les hemos hecho pensar». Los jóvenes, añade, «se sienten muy identificados con nuestro discurso y los mayores tienen el acicate de conocer una visión nueva y de ampliar miras a través de ella».
En el fondo, entre los personajes que aparecen en escena como intérpretes del sueño de un loco y el propio público, «se construye un discurso muy mordaz que deja en entredicho la falsedad del espectáculo de nuestra sociedad y cómo participamos todos nosotros en él», concluye Chávez, quien también resalta como una novedad desde el punto de vista creativo la participación de todo el equipo tanto en la composición de la obra como en su puesta en escena y hasta en la reescritura del texto.
La compleja tarea de tratar de valorar cada aportación y encontrarla un hueco en el conjunto, proponiendo zonas comunes y dando coherencia al todo haya sido del director, Carlos Martínez Sañudo.
Otra complicación es el espacio. Al tratarse de un montaje pensado inicialmente en exclusiva para el café Beluga, las salidas a otros escenarios crean problemas de adaptación sin perder el espíritu de la obra. Para solventarlo, antes de aceptar un bolo acuden a conocer las posibilidades de la sala. Para ellos es muy importante el acercamiento al espectador, una cualidad que ofrecen espacios pequeños como el Beluga y que aprovechan para hacer «un teatro más distendido».
La cuestión económica es tema aparte. «Salir a Ávila o Salamanca como ya han hecho nos cuesta unos 800 euros. Si venden las entradas a 10 y los aforos oscilan entre 30 y 50 personas y hacemos dos funciones, tenemos suerte si sacamos limpios 200 euros. Lo que hacemos es guardarlos por si en otro bolo las cosas no salen, para que el batacazo sea menor», explica Carlos Chávez, quien recuerda, por si alguien no se ha dado cuenta, que todas estas contabilidades no incluyen el pago de alguna cantidad a alguno de los actores o miembros del equipo.
Ganas de salir y mostrar
«Económicamente no funciona admite pero son tantas las ganas que tenemos de salir y de mostrar nuestra visión de lo que pasa en el mundo que no nos vamos a reprimir porque las circunstancias sean adversas», explica con un razonamiento inaudito en ese mundo.
Por si todas las dificultades enumeradas para un grupo de gente que lo único que quiere es hacer teatro, el teatro que pueden o les permiten, el pasado día 6 de marzo la policía entró en el Beluga e impidió la representación de la obra por no contar con licencia de espectáculos. Para mayor escarnio la Junta de Castilla y León les impuso una multa de 700 euros. Afortunadamente, el sentido común acabó imponiéndose, al menos para su caso, y ambas sanciones fueron retiradas.
Ahora su deseo pasa por hacer una gira no al uso sino escogiendo aquellos lugares «fetiche» de esa cultura que este colectivo quiere desarrollar. Entre ellos, cita Espacio Tangente, de Burgos, Encoarte, de Palencia, o El Sabor, de Salamanca, por citar solo algunas de la región.
En el lado de lo concreto no paran de preparar iniciativas. Entre las más próximas el nuevo ciclo Teatrobrik que, desde el pasado lunes hasta el 22 de enero incluye un total de nueve propuestas. Y un nuevo montaje en el que ya están trabajando. Se trata de una «versión contemporánea» de 'El gran teatro del mundo', de Calderón, «cambiando los dioses de su época por los de ahora y con un lenguaje de hoy», explica Chávez dejando claro su «absoluto respeto por el autor con el que todo empieza».
Los reyes son los padres, y ahora ¿qué hacemos?
Carlos Chávez Muñoz (Badajoz, 1978) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Valladolid. De su periplo de cuatro años en Berlín, donde trabajó como profesor de español y traductor, quedó 'Berlín. Apuntes de una ciudad' (Dossoles, 2009) que define como «un cuaderno de viaje poético». Ha traducido para la editorial Nadir 'La noche de Walpurga', del escritor austriaco Gustav Meyrink, autor de la famosa 'El Golem'. Preguntado sobre la síntesis de esa versión del mundo que quiere transmitir con Teatrobrik, responde: «Los reyes son los padres, y ahora, ¿qué hacemos?», que es su sucinta forma de decir: vivimos en esta sociedad injusta, corrupta y desigual. Es un hecho. Es la realidad. Una vez asumida la decepción hay que plantearse qué hacemos. Para mejorarla o, simplemente, para sobrevivirla.
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