Borrar
Martín Abril recibe el pésame en el funeral por su hijo./ H. SASTRE
Tiempo para llorar
VALLADOLID

Tiempo para llorar

FRANCISCO JAVIER MARTÍN ABRIL ARTÍCULO PUBLICADO POR EL PADRE DE MARTÍN BARÓ EL 26 DE NOVIEMBRE DE 1989 EN EL NORTE DE CASTILLA

Domingo, 22 de noviembre 2009, 02:23

Necesitas ser suscriptor para acceder a esta funcionalidad.

Compartir

N o hemos tenido tiempo de llorarte, Nacho. No nos han dejado pensar en tu martirio ni hablar de ti sólo nosotros. Sólo y solos nosotros; quedarnos en silencio y apiñados en torno a tu presencia hermosa y grande, milagrosa y pacífica. Estamos ofuscados, deslumbrados, heridos, mareados, Nacho del alma, Nacho ya en la Gloria. ¡Qué pobre va a salir mi 'Galería'! Pero he de decir algo. Y no sé qué decir en esta crónica. Tú ya lo sabes todo. ¿Lo comprendes, verdad que lo comprendes?

¡Qué paz nos dabas con tu estar cercano, cuando venías a la casa madre! Los días se pasaban en un vuelo, casi sin darnos cuenta. Respirabas profundo y te marchabas lejos, en altos aviones, para volver a estar con tus ovejas, con tus pequeños hombres y los niños pequeños, las madres arrugadas y los viejos vencidos, esqueletos vivientes todavía. Todos eran horror de calaveras, todos eran novicios de la muerte.

Todos hambrientos. No tenían nada. Y se caían como hojitas secas de un otoño terrible y permanente. Pero llegabas tú, radiante, iluminado, con el pan de tu voz amparadora, tu voz viril de violonchelo de oro, y aquellas gentes, tristes y harapientas, resucitaban de alegría blanca. ¿Sólo el pan de tu voz fuerte y serena? Y el otro Pan de Dios, la Eucaristía, que tú ibas repartiendo lentamente entre los otros Cristos, tus hermanos de siempre.

Habías explicado ya tu cátedra en la Universidad, y aquello era otra cosa: la luz de la cultura, el perfil de la ciencia bien medida, el saber adquirido en tus estudios de horas fecundas, hondas y altas, ya bajo las estrellas, luchando con tu sueño y tu fatiga. Tú lo aguantabas todo. ¿Ya no podías más? «Simpre se puede». Te concentrabas misteriosamente, envuelta tu cabeza en un caparazón de hierro y seda. Tus libros, tus viajes por el mundo, tus lecciones, tus másters de Chicago. «¿Qué estás haciendo, Nacho?» «Perdón ¿qué me decían?» «Que no nos oyes, profesor ausente.» «¡Cómo no! Ya os escucho». Y sí, nos escuchabas, para luego volver a tus silencios. ¿Por qué no cantas la canción aquella? Cogías tu guitarra de trovador del pueblo y nos cantabas canciones «lindas». «Es 'linda' esta canción que allí se canta». (Lágrimas en los ojos de tus padres, de tus hermanos, lágrimas rientes. Nos transportabas a remotas tierras. Y nos emocionabas, Nacho artista.)

El Salvador es pobre. Era pobre y pobre sigue siendo. Los poderosos ya se habían ido. ¡A Miami! Que allí se vive bien. Ya lo creo, señoras y señores. En los Miamis se vive dulcemente. íbamos a decir divinamente. ¡Cómo se va a vivir divinamente dejando atrás un mundo agonizante! Lo incómodo es así. ¡Dios tenga de su mano a los cobardes! ¡Que Dios perdone a los que únicamente quieren defenderse! ¿Y los demás? ¡Allá se las arreglen! Si no tengo corazón, que lo demuestren. No sé. También yo tengo miedo. ¿De qué tendré yo miedo? De excederme. De no ser lo preciso que quisiera. Nacho ¿por qué no me hechas una mano?

Porque tú estás aquí. No te veo. Te siento. Todo este hogar se ha poblado de tus huellas calientes. La sala, el comedor, los aposentos, el cuarto que tu ocupabas en tus breves estancias con nosotros, está lleno de ti, Nacho valiente y Nacho desprendido. ¡Si yo acertase a perfilar un poco, tan sólo un poco, de lo que está en mi corazón ardiente! No puedo. ¡Me pesa tanto el mundo de tu muerte!

«A Nacho le han matado», dije yo de repente. ¿Premonición? En la lista, tu nombre. Nos quedamos helados. Lo que te digo a ti, se lo digo también a tus hermanos: a tus otros hermanos en la muerte. En la vanguardia, Ignacio Ellacuría. Y lo mismo vosotros. Teología de la Liberación en marcha. Los tiros en la nuca. ¡Qué elevadas al cielo vuestras frentes!

Tú habías madrugado, como todos los días. A tus anchas estabas en el jardín, como recién creado. Cerca de ti, Segundo, Segundo Montes, con sus barbas fluviales. Los dos aquí nacisteis. Los dos, asesinados. Igual que los demás. ¡Qué horror, Dios mío! En un decir Jesús, en un instante, el salto estremecido de la tierra al Cielo. ¡Piedad, Señor, piedad para los que quedamos! ¿No ves, Nacho entrañable, todo lo que nos pasa en estos días? «Lo veo todo, más claro que las aguas del Jordán y que la luz primera de la mañana».

Pasan los telegramas por mis ojos. ¿Cuántos van ya? No podemos contarlos. ¿Y las cartas? ¡A cientos! Y el teléfono suena, no tocando a clamor, sino a martirio. «Tenéis un santo en la familia». Ya lo sabemos. Pero también sabemos que no podrás venir en Navidades. Tu madre calla en sus silencios largos, y a la vez se sonríe venturosa. Tu hermana Alicia, abanderada egregia, nos protege, nos guarda las vigilias. Quiero decir, gran Nacho, que nos está sacando las castañas del fuego.

«De mí sé deciros que, cuando entraba la Paz blanca de los 55 jesuítas que concelebraban, recobré de pronto la serenidad que, desde que conocí la noticia, había perdido.» (De una carta de mi directísimo Antonio Corral Castañedo.)

Lo mismo me sucedió a mí, querido Antonio. Podría registrar otros muchísimos testimonios análogos. Nos es imposible contestar personalemente, telegrama por telegrama, carta por carta, llamada por llamada, como sería nuestro deseo. Es la una de la madrugada y nuestra hija mayor y yo seguimos abriendo telegramas y cartas. Nos vence el sueño. La madre, ya en la cama. ¿Nos hemos hecho viejos de repente? Ya vendrá el tiempo de llorarte, Nacho. Y el tiempo, no de rezar «por» ti; sí, de rezarte. Rezaremos «a» Nacho, rezaremos, cuando estemos tranquilos, ¡sabe Dios cuando! En una Primavera inverosímil. Y como siempre en tus cartas y en las mías: «oraciones y abrazos. » ¿Te gusta este final? Es el final de una carta frustrada.

Reporta un error en esta noticia

* Campos obligatorios