Quiero ser un piano
INÉS MOGOLLÓN MUSICÓLOGA
Sábado, 13 de diciembre 2008, 02:45
E l pasado mes de septiembre falleció en Nueva York Henry Ziegler Steinway, presidente de la compañía que fabrica los mejores pianos de concierto del mundo, los 'Steinway & Sons'. Su muerte pone punto y final a una saga familiar cuyo apellido ha estado asociado durante más de cien años a la construcción de instrumentos de calidad, representando en los siglos XIX y XX lo mismo que los apellidos Stradivari o Amati representaron para el siglo XVIII. La factoría fue fundada en 1853 por el bisabuelo de Henry, Heinrich Engelhard Steinweg, un ebanista alemán amante de la música que aprendió a construir pianos y órganos y que, al emigrar a los Estados Unidos, adaptó su nombre al nuevo idioma: Henry Steinway. Durante los siguientes cincuenta años, en un destartalado taller de Manhattan, Henry y sus hijos Henry Jr., Albert, Theodore, William y Charles, perfeccionaron el mecanismo y el diseño del piano, alumbrando un instrumento poderoso y de fuerte carácter, un dispositivo sonoro de altas prestaciones que hace legendaria la firma. Aprovechando los avances propiciados por la revolución industrial y los estudios de acústica, los Steinway modernizaron sus productos aplicando nuevos materiales y las últimas innovaciones técnicas, registrando docenas de patentes. La más revolucionaria de estas innovaciones fue el bastidor de hierro moldeado y fundido en una sola pieza, lo que multiplicó la resistencia de la caja de resonancia a la tensión de la encordadura, aumentando el volumen sonoro del instrumento a la vez que el sonido se enriquecía con armónicos más puros. Por primera vez en la historia un único instrumento podía conversar de tú a tú con una orquesta sinfónica con la garantía de que todos sus registros, desde los profundos graves hasta los brillantes agudos, se oirían cómodamente desde cualquier punto de un auditorio destinado a dos mil espectadores. Por otra parte la estabilidad y la precisión de los Steinway resultan infalibles. Son estas cualidades, sumadas a una ingeniosa mercadotecnia, las que convirtieron la firma en un mito y a los pianos de concierto Steinway en uno de los productos culturales más significativos y representativos de la contemporaneidad, tal como los violines lo fueron para el Barroco. No debe extrañarnos por tanto que grandes nombres de la historia del pianismo como Rubinstein, Horowitz, Claudio Arrau, Mauricio Pollini, Wilhelm Kempff, Alfred Brendel o Martha Argerich hayan certificado su carrera en simbiosis con estos pianos.
Muchas veces, en los auditorios, mientras escucho y admiro los grandes Steinway de concierto, recuerdo esta historia, cómo empezó todo, su largo recorrido; también en casa, cuando dolorida la espalda, cansados los brazos de trabajar -dos, tres horas diarias- abandono la banqueta y retiro las partituras para recorrer limpiamente la anatomía perfecta de mi pequeño Steinway que, varado en el suelo, parece una gigantesca golondrina después de haber visitado al mejor sastre de la ciudad. No puedo dejar de mirarlo, tan seductor, tan potente. Me gusta. Mucho. Es más, me pone. Todos los que viven con un piano saben a qué me refiero. Se ofrece a mí boquiabierto, con una sonrisa cómplice, perfecta y resplandeciente, pero su abandono a mis manos no es suficiente, ya no me basta. Envidiosa, me asaltan y hago mías las palabras de Thomas Bernhard: quiero ser el piano, no el ser humano que toca el piano, quiero ser el Steinway, no el ser humano que toca el Steinway; quiero desmadejar mi pelo y tejer con él las doscientas veinticuatro cuerdas que lo habitan; no oír sus vibraciones, ser vibración, eso quiero, ser materia prima, tabla de armonía, cuerda, música neta. Con rabia veo en el ala charolada de mi Steinway el reflejo de la mísera ventrílocua que soy, esa inquilina que manipula la cruceta de una muñeca de arena de voz anémica y monódica, una voz pequeña que extraigo del embalaje por una topera blanda y oscura que hipa, tose y carraspea. Una caja de ruidos, eso es lo que somos. Y siento que reniego de mi naturaleza, que quiero sabotearla, que me molestan mis glándulas y sus secreciones, la torpeza de la lengua, las uñas, los huesos; concluyo que me sobran los ojos, los sentidos, toda la carne, esta carne tan ineficaz, que suena tan mal, que duele tanto, que me castiga si me divierto, que me condiciona. Encapsulada en este material de derribo maldigo mi destino y mi máscara por limitados e insuficientes para la música que amo, y más convencida que nunca proclamo que no quiero tocar mi Steinway, que no quiero más préstamos, que el Steinway mismo quiero ser.
En fin, no sé que pensaría Freud de mi caso, de este anhelo desordenado e irracional, pero así están las cosas, y si al despertar una mañana tras un sueño intranquilo me encontrara sobre la cama abrigada por un brillante caparazón negro, con un abdomen enorme y alabeado como el de un crustáceo, sosteniéndome pesadamente sobre tres patas y con una gran mandíbula de paladar móvil ocupada por ochenta y ocho dientes, no sentiría escalofríos, no sentiría desamparo ni descontento, no sentiría la angustia que Gregorio Samsa sintió, no sufriría ni me asustaría la metamorfosis, no, muy al contrario, me haría feliz.