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Recuperar los fundamentos

Xavier Vidal-Folch

Miércoles, 13 de septiembre 2017

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Derrotado por el populismo en los grandes países anglosajones, desafiado por redes sociales y servidores tecnológicos indiferentes a la verdad, amenazado por las nuevas competencias digitales, erosionado por la (in)cultura de la gratuidad banal, el periodismo de calidad no atraviesa una crisis: la habita. Se juega, a vida o muerte, su propia existencia.

Desde la Gran Recesión y el éxtasis de Internet las bases materiales del periodismo (sobre todo, en papel, el último refugio de su solidez) estaban en jaque por una malhadada conjunción. La crisis financiera viró las cuentas de muchas empresas informativas a rojo, fragilizando su independencia, su capacidad de reunir talento, su potencia. Y el universo digital se llevó lectores, a espuertas, hacia las pantallas. Se esfumaban así, casi de repente, los recursos que financiaban corresponsalías, enviados especiales, profesionales experimentados… y tiempo para verificar, la materia más cara de la profesión.

Con resultados desiguales entre cabeceras y continentes, empezábamos a otear alternativas viables. Como la prioridad a las versiones digitales, el aprovechamiento de los cruces multimedia, el rediseño de nuevas redacciones según el paradigma de lo instantáneo, nuevas fórmulas de financiación (suscripciones adaptables y combinadas, publicidad más dinámica), o la cooperación como complemento de la competencia. Y justo cuando empezaban a generalizarse, saltó el desafío de la mentira organizada. Aquel en que se ha basado el acceso al poder de los populismos (hasta ahora) triunfantes.

La mentira siempre había existido, incluso antes del apóstol Pedro. Pero quizá nunca –salvo en los años treinta—de una forma tan global, organizada e industrial como ahora. Se la denomine «posverdad», «falsa noticia», «hecho alternativo» o primacía de las creencias del contexto sobre el hecho desnudo, siempre se reduce en esencia a violar la verdad. Justo aquello que persigue el oficio del periodismo: aproximarse a la realidad de la forma más exacta posible, empleando la veracidad y desechando la verosimilitud.

En efecto, si el objetivo es la verdad, el método es la veracidad, su búsqueda honesta. A través de los mecanismos basales del oficio: observar, escuchar y averiguar; verificar los datos, contrastar las distintas versiones (siempre, al menos, dos); autenticar el relato; ponderar el conjunto con voluntad de ecuanimidad. Los periodistas no somos dueños de la verdad, sino agentes de la pugna por acercarse a ella. Y ni la autoconfianza ni la intuición ni la experiencia garantizan ese fin. El instrumental del que disponemos para lograrlo consiste solo –pero es lo trascendental– en aplicar las mencionadas reglas fundamentales.

Recuperar esos fundamentos quizá no será suficiente, pero resulta imprescindible. Por dignidad. Y porque si la prensa de calidad pretende contrarrestar el múltiple desafío del gigantesco patronato de la mentira, solo redoblará la legitimidad de su empeño afianzando el imperativo categórico de buscar siempre, incansable y honestamente, la verdad.

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