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Una mujer se dirige a las chabolas de Juana Jugan, donde reside junto a siete familiares, por el camino que conduce al poblado desde el paseo de Juan Carlos I.
Muere el fundador de las chabolas de Juana Jugan

Muere el fundador de las chabolas de Juana Jugan

Antonio Barrul falleció en enero, a los 92 años, en la misma caseta en la que se instaló en 1979 junto a su mujer y su prole de doce hijos

J. Sanz

Sábado, 2 de abril 2016, 19:32

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«Sabemos que vamos a morir aquí, debajo de cuatro plásticos y sin llegar a ver un grifo con agua corriente», con estas palabras, ahora proféticas, vaticinaba Antonio Barrul Maya, el Abuelo, su futuro inmediato hace siete años. La muerte, en efecto, sorprendió hace casi tres meses al chabolista más veterano de la capital bajo los cuatro plásticos de su chamizo del camino de Juana Jugan, frente al hospital Benito Menni. Tenía 92 años y nunca llegó a ver su ansiado grifo en el poblado que él mismo levantó junto a Adoración, su mujer, en 1979.

La vida de Antonio se apagó para siempre en la víspera del día de Reyes y dejó viuda a su eterna compañera y huérfanos a su nutrida prole de doce hijos, a los que el matrimonio chabolista por antonomasia crió durante decenios desde que recalaron en este piconcito de Delicias a raíz de su desalojo del asentamiento gitano de las graveras de San Isidro, derruido entonces para construir la comandancia de la Guardia Civil.

«Toda la vida peleando y aquí se me ha muerto Antonio y aquí creo que acabaré también yo», reconoce Adoración Romero, su viuda, mientras prepara la comida un guiso de patatas para sus familiares, ocho con ella, que han sobrevivido al fallecimiento del patriarca en el núcleo chabolista más longevo de la ciudad. La mujer, que ronda los ochenta años y que sufre los achaques de la edad, vive ahora sola en la caseta en torno a la que siempre ha girado este asentamiento, conformado en la actualidad por dos chamizos más, ocupados por dos matrimonios, uno de ellos con dos hijos de tres y quince años ambos escolarizados, y el único vástago soltero de los fundadores. Este último, según reconoce su madre, padece «desde siempre» una enfermedad mental.

¿Cómo es posible que ninguna administración haya sido capaz en 37 años de realojar a estas familias? Pues la propia Adoración ofrece, en parte, la respuesta: «Alguna vez nos han ofrecido un piso, pero lo hemos rechazado porque para nosotros sería imposible vivir en otro sitio que no sea una casa baja, sobre todo, en la situación en la que está mi hijo».

Fuera de los realojos

Así que el matrimonio Barrul Romero no solo se quedó fuera del primer gran realojo llevado a cabo en la ciudad, el que tuvo lugar en aquel lejano 1979 con las familias que habitaban en las graveras, trasladadas en su mayoría a la entonces coqueta urbanización de La Esperanza Antonio reconocía que perdieron aquellas viviendas porque emigraron una pequeña temporada a Asturias; sino que vivió para ver la desaparición del maltrecho poblado y el realojo, de nuevo, de sus habitantes en distintos barrios en 2003. Ellos siempre clamaron por una «casita baja» que nunca llegó, como siempre repetía el Abuelo, hasta que la muerte vino a visitarle en su eterna chabola.

El asentamiento de Juana Jugan, eso sí, vivió tiempos mejores, cuando llegó a albergar a una treintena de personas entre hijos y nietos de Antonio y Adoración entre los años ochenta y noventa. «Aquí nos hemos criado todos, llegamos a tener hasta siete chabolas, pero poco a poco nos hemos ido dispersando por media España», relata uno de los hijos del matrimonio, quien tuvo que regresar al poblado, donde vive hoy junto a su mujer y sus dos hijos en uno de los chamizos. «Las cosas están muy complicadas y la chatarra apenas nos da para poder comer cada día», lamenta.

Los Barrul Romero, pese a todo, siempre «han sido gente de ley», y así lo atestiguan fuentes policiales y los vecinos del entorno. Nunca hubo drogas en este poblado y nunca se cometió delito alguno en sus chabolas. Tanto es así que incluso los policías locales, al margen de algunos voluntarios de entidades sociales, llevan cada cierto tiempo a sus inquilinos «botellines de agua para que no tengan que andar acarreándola desde las fuentes del barrio».

«La vida nos ha tratado mal, pero al menos tenemos donde vivir», concluye Adoración mientras continúa pelando patatas al calor de la estufa.

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