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Don Marcelo en su Villanubla natal en 1973.
La ofensiva catalanista de 1966

La ofensiva catalanista de 1966

Al grito de «queremos obispos catalanes», los nacionalistas desplegaron una intensa campaña contra el nombramiento del vallisoletano Marcelo González como obispo coadjutor de Barcelona

Enrique Berzal

Sábado, 27 de febrero 2016, 10:10

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La noticia estalló como una bomba inesperada y con efectos muy diferentes en las dos zonas afectadas: en Valladolid, donde la alegría no se hizo esperar, y en Barcelona, donde fue recibida como un hiriente jarro de agua fría. Marcelo González Martín, afamado sacerdote en la ciudad del Pisuerga, promotor de obras sociales sin parangón, prelado de Astorga y una de las voces más escuchadas de la Iglesia española, acababa de ser nombrado obispo coadjutor de Barcelona. Era el 22 de febrero de 1966, hace precisamente 50 años, cuando este vallisoletano nacido en Villanubla en enero de 1918 era elegido por Pablo VI para suceder a Gregorio Modrego al frente de la sede barcelonesa.

Aunque El Norte de Castilla, y con él una buena parte de los paisanos de don Marcelo, acogió el nombramiento con satisfacción y haciendo hincapié en «su extraordinaria capacidad intelectual, la fuerza de su vocación y la fecundidad de sus ideas», lo cierto es que se avecinaba lo peor para él. No era Barcelona una sede tranquila, ni aquellos eran los tiempos más adecuados para una estancia episcopal plácida; tampoco, claro está, para las autoridades y demás personas identificadas con el orden político franquista.

A la creciente contestación política, que en Cataluña aunaba las protestas democráticas con intensas demandas nacionalistas, se sumaba la contestación clerical derivada del lento proceso de desenganche de la Iglesia respecto del Franquismo, reforzado en ese año por el Concilio Vaticano II. Como ha escrito el historiador Hilari Raguer, «la utilización de la religión por el régimen franquista hizo que la reforma posconciliar fuera en España no solo una reforma eclesial, sino también política».

Y lo cierto es que muchas de las conclusiones del Concilio entraban en franca contradicción con el régimen de cristiandad imperante en nuestro país. Por eso la cada vez más sonora oposición clerical a la dictadura las recibió como un refuerzo a su campaña de acoso y derribo de la Iglesia franquista. Y en ese contexto, Marcelo González se le antojaba uno de los representantes más sobresalientes del maridaje Iglesia-dictadura; para colmo, había nacido en Valladolid y venía a regir una diócesis catalana sin saber apenas nada de la lengua y la cultura propias. Poco importaba que se tratase de uno de los obispos más jóvenes del momento, que destacase por su empuje pastoral y por su talante abierto a las nuevas orientaciones de la Iglesia en la sociedad: la campaña nacionalista no se hizo esperar.

De hecho, cinco días después del anuncio vaticano, 23 intelectuales catalanes se quejaban por carta a la Santa Sede argumentando que el nuevo prelado «desconoce la compleja realidad de la archidiócesis, incluso la lengua, la historia y la cultura propios de esta tierra», incluso apuntaban que dicha decisión contradecía el espíritu de la Pacen in Terris, que recomendaba el respeto debido a las minorías culturales.

Pocos días después, concretamente el 4 de marzo de 1966, Josep Benet, conocido político, abogado e historiador muy activo en la oposición nacionalista a la dictadura, aseguraba en una entrevista concedida a Le Monde que el nombramiento de don Marcelo destruiría las grandes esperanzas que los catalanes habían depositado en el Concilio. Es más, Benet y un joven Jordi Pujol se aprestaron con denuedo a incentivar la famosa campaña a favor del nombramiento, para Cataluña, de obispos catalanes, bajo el lema «¡Volem bisbes catalans». Era un ataque directo a don Marcelo.

El eslogan no tardó en aparecer pintado en varios edificios de la Ciudad Condal. Entretanto, los clérigos más radicales pasaron a la acción directa y el 11 de mayo, unas 130 sotanas se manifestaron desde la Catedral hasta la Jefatura de Policía de la Vía Laietana en protesta contra la detención del joven socialista Joaquín Boix Lluch, uno de los protagonistas de la famosa caputxinada, término empleado para designar el acto de constitución del Sindicato Democrático de Estudiantes de Cataluña en el convento de los Capuchinos de Sarriá. Dispersados a porrazos y puntapiés por las fuerzas de orden público, tres días más tarde trasladaban sus protestas al Palacio Arzobispal.

Aprender catalán

La toma de posesión de Marcelo González se verificó el 19 de mayo de 1966. En ella, además de reconocer que aceptaba el nombramiento por obediencia, el de Villanubla aclaró que «el desconocimiento que actualmente tengo de la lengua catalana y de otras particularidades de vuestra vida, en lo que tienen de característica propia, no me incapacita, me estimula. Yo la aprenderé y hablaré y vosotros me ayudaréis a entender mejor vuestras aspiraciones y deseos, cuando comprendáis que precisamente porque os amo, son también los míos». Pero no fue suficiente para aplacar los ánimos. «Octavillas y pitos, pero las cosas van bien a nivel popular. La campaña de ciertos clérigos (con apoyo de un lobby catalanista en Roma) seguirá permanente, sinuosa, implacable», comentó el mismo Manuel Fraga, entonces ministro de Información.

Don Marcelo sustituyó a Gregorio Modrego el 7 de enero de 1967, cuando la Santa Sede aceptó su renuncia por razones de edad. La contestación clerical llegó al extremo de publicar un libro escrito en francés y en catalán que documentaba los problemas suscitados a raíz del nombramiento del vallisoletano. Y en mayo, justo un año después de su toma de posesión, un centenar de sacerdotes contestatarios se congregó cerca de su residencia en la Institución Teresiana para mostrarle su rechazo; hubo gritos de «Marcelo, vete, no te queremos», y pintadas con tinta roja.

La tensión no parecía remitir. En febrero de 1969, en vísperas del juicio contra cuatro sacerdotes acusados de haber incitado la manifestación del 11 de mayo de 1966, 200 presbíteros invadían el Palacio Arzobispal para exigir la actuación de don Marcelo a su favor. Ya entonces, otros tantos clérigos se habían hecho fuertes en el Seminario y planeaban crear un comité diocesano presidido por el abad de Montserrat, Cassiá Just, que gobernara la diócesis en tanto se lograra la revocación del vallisoletano. Y es que éste se había convertido ya en la auténtica bestia negra del clero progresista, que le achacaba decisiones cómplices con la represión franquista como haber permitido la entrada de la policía en la iglesia de Can Oriach, en Sabadell, donde se habían refugiado trabajadores con sus familias después de la manifestación del 1 de mayo de 1967, y haber hecho otro tanto en abril de 1970 en la catedral de Barcelona, cuando albergaba a trabajadores en huelga de la empresa AEG.

La tensión llegó a tales extremos, que a finales de 1971 Pablo VI decidió mover ficha: el fallecimiento de Casimiro Morcillo, obispo de Madrid-Alcalá, facilitó el traslado a esa sede del primado Vicente Enrique y Tarancón, cuyo puesto sería cubierto por don Marcelo, que dos años más tarde sería creado cardenal. De paso, las ansias catalanistas serían colmadas con el nombramiento del gerundense Narcís Jubany como nuevo prelado de Barcelona.

Aunque el de Villanubla había reorganizado la diócesis, potenciado los Seminarios, creado la Facultad de Teología, constituido la Comisión Asesora de Pastoral, el Consejo Presbiteral y el Secretariado de Justicia y Paz, aunque había nombrado siete vicaris episcopales, erigido 36 parroquias y publicado 59 documentos, su gestión pasaría a la historia por la intensa propaganda nacionalista en su contra. Para muchos, ése fue el principal motivo de su viraje hacia posiciones cada vez más conservadoras, impensables en aquel joven sacerdote de Valladolid que tanto y tan duro predicaba a principios de los años 50, hasta el extremo de tener que ser escoltado por jóvenes de Acción Católica para librarle de las amenazadas de militantes de Falange.

Lo cierto es que en plena agonía del Caudillo, la opinión pública no tardó en poner a Marcelo González a la cabeza de la minoría conservadora del episcopado, junto con José Guerra Campos y ocho obispos más. Hasta los ultras corearon su nombre mientras insultaban a Tarancón a la salida del funeral del almirante Luis Carrero Blanco, asesinado por ETA en diciembre de 1973. Luego vendrían los elogios públicos de don Marcelo a Franco el día de su funeral, pero sobre la oposición expresa a la Constitución en su carta pastoral del 28 de noviembre de 1978. Un episodio que hizo correr ríos de tinta impresa, suscitó la alegría de los ultras y la tristeza de muchos católicos, también de Tarancón.

Presente en los cónclaves que eligieron a Juan Pablo I y Juan Pablo II, Marcelo González presidió la Comisión Episcopal de Liturgia y en 1993, al cumplir los 75 años, presentó al Papa su renuncia como arzobispo de Toledo y cardenal primado. Le fue aceptada dos años después. Cuando falleció, en 2004, atesoraba el Premio Castilla y León de Ciencias Sociales y Humanidades, la Medalla de Oro de Valladolid y el título de Hijo Predilecto de la provincia vallisoletana, entre otras muchas distinciones.

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