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Francisco Ramírez y Milagros Barrul posan con otros miembros de la familia.
Ocho de cada diez familias del plan de realojo logran el 'alta' tras aprobar en integración

Ocho de cada diez familias del plan de realojo logran el 'alta' tras aprobar en integración

El Ayuntamiento recuperará los 21 pisos de los que no han cumplido el programa de convivencia

J. Asua

Sábado, 7 de noviembre 2015, 10:03

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Asegura Manuel Villalta, educador social, bregado fontanero en las tuberías de la marginación en Valladolid, que un porcentaje de altas tan elevado se puede considerar como un éxito rotundo, aunque en el terreno pantanoso en el que trabaja desde hace dos décadas los triunfos nunca son absolutos. Los grumos que genera la exclusión, tanto propia como ajena, se agarran con fuerza. Son duros de rascar. Que la normalidad fluya es cuestión de tiempo. Más, en un caso como el del Poblado de la Esperanza, con unas carencias tan graves. Veinticinco años después de que se iniciará formalmente el programa de realojo de aquellas 109 familias de etnia gitana en 1990 se firmó el convenio marco entre la Junta y el Ayuntamiento, el 80% de ellas han dejado de estar tuteladas de cerca por los servicios sociales tras lograr unos índices de integración notables. Finalización del proyecto de Acompañamiento , se lee en las fichas que cierran los expedientes positivos.

«Cuando llegamos a Las Viudas era una maravilla; ahora no hay quien viva aquí»

  • Francisco Ramírez, cabeza de familia de uno de los hogares de realojo

  • El expediente de la familia Ramírez-Barrul apenas incluye unas pocas fichas en una carpeta, unas pequeñas anotaciones para la corrección registradas a principios de los noventa cuando, tras la salida de La Esperanza, llegaron a la calle Ebro, una de las vías que cierra el conocido grupo de viviendas de Las Viudas. Su caso es de éxito. «Aquello se puso muy mal, entraron familias que no conocíamos, se empezó a vender droga, nadie cuidaba el barrio...», recuerda Milagros, quien, eso sí, recalca que aquella casa molinera le gustaba, a pesar de que el poblado se había convertido «como en una cárcel». Marchar era su objetivo. Cuando arribaron al nuevo piso en Delicias su vida cambio. «A mí me descansó hasta el corazón, gozábamos», apuntala un cabeza de familia, más que acostumbrado a la relacionarse con payos, hasta el punto de que en casa tiene dos cuñados y una nuera. El seguimiento en este hogar no fue para nada complicado, según confirma Villalta, su educador de referencia. Francisco recuerda que el único problema era un vecino del primero algo arisco con su llegada. «Yo creo que no estaba muy bien de la cabeza», precisa. Por lo demás, su integración fluyó sin problemas. Pronto pudieron andar solos. «Los niños siempre han ido al colegio, en la casa no ha habido problema ninguno y teníamos muy buena relación con el resto de la escalera; la señora Leo nos prestaba para el butano cuando andábamos peor y aquí venían cuando celebrábamos los cumpleaños», rememora Milagros.

  • Pero ahora las cosas han cambiado. «Esto era una maravilla, pero aquí ya no se puede vivir, ha venido gente sin civilizar y tanto gitano arrepiñau no es bueno», reconoce Francisco. Mientras ofrecen un café y una bandeja de pastas a la visita, a la que atienden con la mejor disposición a pesar de su luto, el patriarca insiste al educador que les llevó para que interceda por ellos. «Si yo pudiera vender esta casa ahora, saldría de aquí rápido, esto es un barrio sin control», insiste. «Aquí hacen hogueras en los patios, dejan las basuras en cualquier lado, hay jaleos todos los días, cada vez se parece más al sitio de donde venimos», recalca. Ramírez señala puertas de los portales arrancadas de cuajo, las escaleras deterioradas y desvela que hay cantidad de pisos «de patada», ocupados ilegalmente. «¡Y nadie hace nada!», se queja.

  • En su número, sin embargo, él y los suyos se encargan de que haya orden. Los buzones están intactos, la escalera limpia y hay hasta una maceta de adorno en la entrada del portal. «No todos somos iguales», remacha el jefe de una familia que recibe una renta que complementa con pequeños trabajos como temporeros. Los Ramírez-Barrul quieren seguir viviendo tranquilos, algo que ahora les cuesta. Están dispuestos a iniciar, incluso, una segunda mudanza si las cosas no se solucionan. «Ponlo, que salga lo mal que esta esto», pide Francisco.

A día de hoy 78 hogares ya vuelan sin el estrecho marcaje de la Administración, otros nueve se incorporarán a esta nómina de forma inmediata y solo dos mantendrán el seguimiento, uno de ellos por la condición de sordomudos de la pareja. Eso sí, la dependencia de lo público sigue siendo aún importante.

En otros 21 casos, la falta de compromiso por parte de los beneficiarios para cumplir su parte del acuerdo ha llevado al Ayuntamiento a decir basta y a iniciar el proceso para retirarles la casa que se les facilitó o recuperar la subvención que recibieron para adquirirla, entre 36.000 y 66.000 euros. «La Administración da, pero también exige», recuerdan. Por el momento, la Concejalía de Servicios Sociales ya tiene las llaves de dos viviendas y ha iniciado las gestiones para hacerse con el resto, después de agotar todas las vías de intervención social sin encontrar en esas familias intención de cambiar en su comportamiento o tras certificar que están en paradero desconocido.

Aquel plan para acabar con denigrada barriada la última vivienda de un núcleo que se convirtió en un auténtico supermercado de la droga se demolió en 2003 tenía dos partes. La primera, dotar a sus residentes de una vivienda digna. La segunda, y también complicada, lograr que en su nueva vida no se repitieran patrones de conducta que les mantuvieran en la cuneta social. Cosas básicas como llevar a los niños al colegio, realizar los controles sanitarios, favorecer una convivencia adecuada con el nuevo vecindario, pagar los recibos de los servicios o mantener la vivienda en condiciones han sido parte deberes en los que se ha trabajado de manera intensa hasta aprobar el examen final.

Aquí el papel de los equipos de intervención familiar ha sido clave. No se ha actuado desde los despachos, sino a pie calle, en los portales adonde llegaron unas familias que llevaban en sus maletas un estigma y que, en algunos casos, requerían de importantes dosis de civilización. Suena fuerte, pero es así. «Por un lado tenían que saber que estábamos de su parte, pero también con las comunidades de propietarios, es una cuestión de derechos y también de deberes», explica Villalta, acostumbrado a moverse en ese complicado filo de una neutralidad comprometida.

Ángel Ramírez, aquel chaval que desde la Asociación Juvenil Gitana impulsó el proceso de realojo, un marrón político-social, que era de necesario cumplimiento y que consta en el haber de los gobiernos de León de la Riva, puntúa el programa con un cinco. Y es que, a su juicio, se han conseguido muchos de los objetivos, pero echa de menos uno básico:el laboral. «Pocos han logrado trabajos estables, siguen como estaban, viviendo de las rentas de inserción», lamenta este activista, quien reprocha, también, la fórmula de la «amenaza constante», que desde el Consistorio traducen, sin embargo, como obligada exigencia. «Si nos hubieran dejado participar el seguimiento, igual las cosas hubieran ido mejor, porque entre gitanos la confianza es mayor», dice Ramírez.

La otra parte en este proceso es la de los vecinos normalizados, los que recibieron, en algún caso de uñas, a los nuevos inquilinos. Rechazo y miedo fue la primera reacción, pero el tiempo lo suavizó. «La valoración en general es positiva, aunque al final hubo una concentración de familias en la zona del 29 de Octubre, en Pajarillos, que han generado problemas y es algo que está pendiente de resolverse con el plan urbanístico anunciado», subraya María José Larena, presidenta de la Federación de Vecinos Antonio Machado.

La política de dispersión fue una de las bases de aquel programa. El objetivo: evitar la reproducción de guetos. Pero en aquel reparto las zonas este y Esgueva asumieron a 82 familias, una carga importante en la desembarcaron los clanes más conflictivos, los vinculadas al tráfico de drogas con conocidos apellidos entre la Policía y los jueces. «Han sido familias a las que no les convenían los controles y ahí están buena parte de las 21 que no han cumplido el acuerdo y las que etán en proceso de retirada de la subvención», señala la nueva concejala de Servicios Sociales, Rafaela Romero, quien reconoce el trabajo realizado por el anterior equipo en este proceso.

Y es que la necesaria acción social contra la marginación vende poco y supone un coste político. En este caso, el resultado ha sido satisfactorio y reconocido en España y también en Europa.

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