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La mala vida de ‘El Niño Sáez'

La mala vida de ‘El Niño Sáez'

Asesinado el domingo, el ‘alunicero’ más buscado se había convertido en un narco que invertía en Bolsa y viviendas de lujo en Marruecos

Fernando Miñana

Miércoles, 17 de mayo 2017, 19:44

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En la ficha de Francisco Javier Martínez Sáez (Madrid, 1980), conocido en el mundo del hampa como El Niño Sáez, pone que se crió en Valverde. Un dato irrelevante si no fuera porque allí, en el Madrid de descampados con chasis calcinados, de gente pobre y trabajadora entre la que brillan los coches rutilantes de los quinquis, está la mayor cantera de aluniceros de España. Javi ya no era, a sus 36 años, El Niño sino, directamente, El Sáez. Ya hacía tiempo que había dejado de ser un ladronzuelo para convertirse en uno de los más conocidos delincuentes del país por ampliar sus actividades al narcotráfico y el blanqueo de capitales. Hasta el domingo por la mañana, a las once y media, cuando alguien le descerrajó tres tiros al salir de su coche en el distrito de La Latina, en Madrid, muy cerca de la casa de su madre.

En Valverde, los niños malos aprenden a conducir a los diez años. Lesenseñan sus hermanos mayores, sus primos, los vecinos del barrio que ya llevan tiempo en el negocio del alunizaje, el robo de tiendas como joyerías empotrando el coche en el escaparate y cogiendo todo lo que les da tiempo. Son jóvenes, veinteañeros y treintañeros, que parecen salir de un mismo molde: ropa deportiva de marca, nucas rapadas, estrambóticos tatuajes, bíceps como neumáticos y perros de cuellos anchos y feroces colmillos. Chuchos que intimidan. Como ellos. El barrio intenta llevar su vida mirando hacia otro lado y hablando con sordina para no tener que enfrentarse a macarras que aprendieron que el dinero llega antes manejando bien el volante que trabajando duro.

El Niño Sáez se estrenó con diez u once años con pequeños hurtos. La única lección que aprendió es que la ley ofrece escondrijos para seguir en la calle aunque te echen el guante. Primero por ser menor y después, ya lanzando el morro del buga contra una luna, por cometer robos en los que nunca amenazaba ni ponía en peligro a nadie. Una práctica poco penada por la ley. Por eso, pese a que la Policía le detuvo cuarenta veces, apenas pasó unos meses entre rejas.

Se hizo un nombre como alunicero y como butronero el que roba haciendo un agujero a través de la pared del negocio para entrar por ahí y gastaba fama de ladrón habilidosísimo con la ganzúa y la lanza térmica para abrir o reventar una caja fuerte. Con 20 años ya era un mafioso que dirigía su banda criminal, chicos con poco que perder que sabían que esos trabajitos les llevarían a los rincones más selectos de las discotecas, zonas Vip donde su dinero haría que les trataran como señores, bebiendo y esnifando lo que les diera la gana entre mujeres recauchutadas.

Año tras año, El Sáez fue ampliando sus delitos y su radio de acción. Murcia, Zamora, Málaga... En la Costa del Sol, en 2011, dio uno de sus golpes más audaces al saquear el depósito de Sanidad Exterior del Puerto de Málaga, a doscientos metros de un cuartel de la Guardia Civil. Se llevaron 120 kilos de cocaína, 80 de hachís, uno de heroína y un lote de pastillas. Inutilizaron las cámaras de seguridad y nadie se dio cuenta porque fallaban con frecuencia. Luego huyeron en una furgoneta que quemaron antes de abandonarla.

Una de las pocas veces que ingresó en prisión fue en 2005, cuando el Grupo XXI de la Policía Judicial desarticuló su banda con la operación Bravo, que permitió su arresto y el de 16 de sus compinches. Ahí se averiguó que no quemaba en fiestas salvajes todo lo que robaba. La Policía recuperó 1,5 millones de euros en acciones de Bolsa y cuatro más repartidos entre siete cajas de seguridad de tres sucursales bancarias. Se sospecha que El Sáez también tenía 50 millones de euros, un edificio de cuatro plantas en Madrid y viviendas de lujo en Marruecos, entre otras propiedades.

En 2006 ya estaba en la calle. Su vida apenas cambió. Las semanas pasaban volando entre las largas noches de farra, las horas de mancuernas en el gimnasio y urdiendo el próximo atraco. Era meticuloso y muy profesional. En sus primeros golpes seguían durante semanas a los camioneros que transportaban la mercancía deseada para averiguar sus rutas, sus horarios y la presencia policial que podría surgir. El día elegido, robaban coches de gran cilindrada en los confiados barrios pijos de Madrid, le cerraban el paso al camión y se hacían con el botín. Luego quemaban los autos y abandonaban a su rehén en cualquier lugar de la región. Cuando aumentaba la presión policial, buscaba refugio en pueblos del norte de Toledo.

A veces surgían fricciones entre bandas, peleas de gallos de la droga que generaban odio y cuentas pendientes. La Policía sospecha que alguien le traicionó y permitió que un sicario diera con él para acabar abruptamente con su vida.

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