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La holandesa Romee Strijd despliega las alas en el desfile de este año, que se emitirá el 8 de diciembre en 192 países.
Un empresario sin ángel

Un empresario sin ángel

El fundador de Victoria's Secret quería comprar lencería sin pasar un mal rato y abrió una tienda cómoda para los clientes

inés gallastegui

Jueves, 26 de noviembre 2015, 21:08

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No tenía alas. Roy Raymond cayó a plomo desde el Golden Gate al mar. Quizá mientras se precipitaba al vacío, antes de hundirse en las aguas del Pacífico, el fundador de Victorias Secret recordó cómo había pasado de ser un empresario genial a un patético perdedor: había malvendido por un millón de dólares una empresa que, solo dos años más tarde, valdría 500. El suicidio le ahorró la humillación de ver que su marca de lencería seguía creciendo y se convertía en un floreciente negocio global de 14.000 millones, por obra y gracia de los Ángeles, el selecto grupo de bellezas aladas y apenas vestidas que cada año anuncia la Navidad. Aquel día no hubo flashes, sonrisas ni glamour. Su cadáver fue encontrado en la Bahía de San Francisco una semana más tarde.

Es muy probable que Adriana Lima y Alessandra Ambrosio, las top models que lideran el esperado desfile de Victorias Secret de este año, no tengan la menor idea de quién fue Roy Raymond: ha pasado a los anales de la historia económica de Estados Unidos como un tipo que tuvo una ocurrencia brillante, saboreó las mieles del éxito y luego cayó desde lo más alto. Literalmente.

El cine es testigo de que Raymond se convirtió en una lección básica en el capítulo Qué no hacer en el mundo de los negocios. En la película La red social, basada en los inicios del creador de Facebook, el personaje de Sean Parker (Justin Timberlake) le contaba a Mark Zuckerberg (Jesse Eisenberg) el triste final del emprendedor, para convencer a su colega de que debía creer en el potencial de su recién nacida criatura virtual y no venderla al mejor postor. «El pobre tipo solo quería comprarle a su mujer un par de medias de liga», remataba Parker su parábola.

Roy Raymond, nacido en 1947 en Connecticut, completó sus estudios en la Universidad de Tufts (Massachusetts) con un postgrado de negocios en Stanford. Un día quiso comprar lencería para su mujer en un centro comercial y pasó un mal rato. El lugar, iluminado como una carnicería, era desagradable y el género, incomprensible para un profano. Por si fuera poco, las dependientas le hicieron sentirse como un pervertido. Salió de allí avergonzado y sin regalo, pero su olfato para los negocios le indicó que ahí había un nicho de mercado y se puso manos a la obra. Pidió 40.000 dólares al banco y sableó otros tantos a familiares y amigos. En 1977 abría en el centro comercial de Palo Alto su tienda: un espacio acogedor concebido para seducir a los hombres.

Juguetes sexuales

El nombre de Victorias Secret hacía alusión a la decoración de estilo inglés, con muebles de madera oscura, sofás de terciopelo rojo, iluminación tenue y delicadas prendas de colores colgadas de las paredes, como si fueran cuadros, para que el comprador pudiera mirar a placer sin tener que someterlas a un manoseo culpable en los percheros. Las empleadas, discretas y amables, no miraban a sus clientes como a adúlteros confesos; solo se acercaban, sonrientes, para ayudarles en la elección de la talla.

Las ganancias del primer año 500.000 dólares le animaron a abrir enseguida otras tres tiendas en el área de San Francisco y a iniciar la venta a través de un catálogo distribuido por todo Estados Unidos, un lucrativo precursor de la venta online, en aquel mundo pre-internet. En 1982 ya tenía cinco locales más y ganaba 6 millones al año.

Las fuentes discrepan sobre qué fue exactamente lo que llevó a Raymond a deshacerse de la compañía, pero todo apunta a que, pese al aparente éxito del negocio, tenía dificultades financieras. Al parecer, el magnate del textil Leslie Wexner (The Limited Inc, después L Brands, dueño también de Abercrombie&Fitch) le ofreció una inyección de capital, pero el creador de Victorias Secret apenas aguantó unos meses de gestión compartida y decidió vender la compañía, no está claro si por 1 o por 4 millones de dólares. Calderilla, en cualquier caso.

Los expertos le reconocen una idea brillante: transformar la ropa interior femenina en algo sexy, sofisticado, lúdico, seductor y europeo, frente al estilo soso y funcional predominante en la lencería made in USA. Antes de Victorias Secret, las mujeres norteamericanas consideraban que las mejores bragas y sujetadores eran los más cómodos y duraderos; veían las prendas de seda y encaje, los lazos y las transparencias, como un lujo excepcional solo apto para la luna de miel y otras ocasiones especiales. Pero Raymond también cometió un error fatal: dirigirse en exclusiva al público masculino, olvidando que quienes mayoritariamente compran ropa interior para mujeres son mujeres.

Wexner supo sacar provecho de los aciertos y corregir los errores. Por ejemplo, se inventó una falsa dirección de Londres, un signo de clase que ocultaba la poco glamourosa fábrica de Ohio donde en realidad confeccionaba sus productos. Cruzó el charco para conocer de cerca la lencería europea y regresó convencido de que, si lograba producir prendas con estilo a precios asequibles, las americanas querrían ponérselas a diario.

El nuevo propietario desterró los terciopelos y las maderas de las tiendas, eliminó los excesos lujuriosos del catálogo, abarató los precios y amplió el negocio con perfumes, cosméticos, pijamas, ropa de baño y complementos. Con 900 tiendas en Estados Unidos, en 2010 inició su expansión internacional y abrió boutiques en Canadá y Europa, la mayoría en las zonas duty-free de los aeropuertos.

Pero quizá su mayor acierto fue hacer caminar por una pasarela a un puñado de bellezas elegantemente desnudas. O casi. Desde 1995, Victorias Secret ha reclutado para su mediático desfile anual de ropa interior a algunas de las más esculturales y mejor pagadas tops del mundo.

Raymond no llegó a verlo. Antes de su incursión lencera y ayudado por su esposa, Gaye, de profesión fisioterapeuta, había probado fortuna con Xandria, una innovadora empresa de juguetes sexuales adaptados para personas con discapacidad. De nuevo, el despegue de la compañía se produjo justo después de que él la vendiese en 1984.

Intentó salir a flote con una compañía de ropa infantil de venta por catálogo, una librería, una firma de reparación de ordenadores y una tienda de pelucas para mujeres con cáncer, pero ya no levantó cabeza. La pareja, que tenía dos hijos adolescentes, se divorció después de perder la casa y los coches a manos de los acreedores.

En 1993 Roy Raymond, que pudo haber sido una leyenda, estaba arruinado y deprimido. La originalidad que había mostrado en el mundo de los negocios, siquiera fugazmente, se le había agotado: para morir eligió el mismo método que otro medio centenar de suicidas de California cada año. El 26 de agosto saltó desde los 67 metros de altura del puente Golden Gate y sus sueños rotos se hundieron en el océano.

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