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El teólogo que brilló en Trento

El teólogo que brilló en Trento

Domingo de Soto fue confesor de Carlos V

Carlos Álvaro

Domingo, 11 de diciembre 2016, 11:23

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Dice Tomás Baeza que Fray Domingo de Soto, que nació en Segovia en 1494, pertenecía a una familia tan modesta como escasa de bienes de fortuna, aunque «muy honrada y cristiana», que su padre fue un pobre hortelano «de cuya baja extracción hacía alarde su humildad» y que él, que en realidad se llamaba Francisco, igual que el autor de sus días, también manejó la azada siendo todavía un niño.

Sin embargo, el futuro del muchacho no estaba en la huerta sino en los libros, pues sentía una gran pasión por el estudio. Su paso por la sacristía de Ochando le permitió perfeccionar la lengua latina y reunir algunos ahorros, y así ingresó, primero, en la Universidad de Alcalá, y después en la de París, donde alcanzó el grado de maestro en artes. Con el título bajo el brazo regresó Francisco a Alcalá, en cuyo colegio de San Ildefonso enseñó Filosofía. La obtención de la cátedra de Metafísica, el 7 de enero de 1520, le abría de par en par las puertas de la universidad, pero la vocación lo llevó a entrar en la orden dominicana. En Burgos, en el convento de San Pablo, tomó los hábitos antes de cumplir los treinta años: Francisco se convertía en Domingo.

El 22 de noviembre de 1532, en virtud de los brillantes ejercicios que realizó, logró la cátedra de Teología en la Universidad de Salamanca, y solo unos días después recibió el grado de Maestro. A la vera del Tormes, Domingo de Soto brilló como pocos. En 1543, con motivo de una visita del príncipe Felipe a la universidad, el segoviano pronunció un discurso tan elegante, que el futuro Felipe II quedó prendado de las dotes que atesoraba el sabio doctor.

Un día del invierno de 1545, Domingo recibió una carta que le cambiaría la vida. Era del rey, desde Flandes. Carlos V, encantado con el opúsculo que el dominico había escrito sobre la causa de los pobres, le pedía que acudiera al Concilio de Trento como teólogo imperial, junto a Fray Bartolomé de Carranza. «Y avisaréisme cuándo pensáis ser en Trento, que en ello seré servido», concluía la misiva.

En Trento, Domingo de Soto cautivó a todos desde el primer sermón con su elocuente oratoria y sus profundos conocimientos teológicos. En vista de su talento, el Concilio le encargó la redacción de los decretos conciliares, misión que desempeñó a gusto de todos. Tal era el prestigio que el doctor Soto acuñó en Trento, que el rey/emperador decidió confiarle los secretos de su conciencia. El segoviano aceptó el cargo de confesor real con temor y disgusto, pero desempeñó su función con fidelidad. En 1549, fallecido el obispo de Segovia, don Carlos le ofreció la silla vacante: era una manera de agradecerle los servicios y méritos con él contraídos. Soto declinó y pidió al monarca permiso para retirarse a su celda con el fin de continuar los estudios y las tareas literarias, pero el rey no estaba por la labor de prescindir de un hombre de su valía y en 1550 lo designó para formar parte de la llamada junta de los catorce, una comisión de teólogos que había de reunirse en Valladolid para pronunciarse acerca del asunto de la esclavitud de los indios, defendida por el doctor Ginés de Sepúlveda y combatida por el obispo Fray Bartolomé de las Casas. Por orden del emperador, a Soto le fueron entregados todos los documentos y dictámenes sobre la cuestión, para que él emitiera el suyo. Don Carlos quedó satisfecho y le facilitó una licencia real para trasladarse a Salamanca, donde ejerció el cargo de prior del convento de los dominicos y tomó el relevo de Fray Melchor Cano al frente de la cátedra de Teología de la universidad, aunque pidió que solo fuera por cuatro años, para poder jubilarse después. «Su fama no conocía rival; así es que estaba recargado de consultas, en términos de haber apenas asunto de importancia en que no resolviera, ó por lo menos informara», subraya Baeza. El propio rey lo reclamó varias veces en su retiro de Yuste para consultarle cuestiones de importancia. Apartado ya de la cátedra de Teología y ocupado en obras y mejoras en el convento de los dominicos, le sorprendió una grave enfermedad a la que no pudo sobreponerse. Murió con sesenta y seis años, el día 15 de noviembre de 1560.

Dejó Soto numerosas obras de Teología, Derecho y Filosofía, y fue el primero en establecer que un cuerpo en caída libre sufre una aceleración constante, base esencial para los posteriores estudios de la gravedad que desarrollaron Galileo y Newton.

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