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Atilano Hernández Quejada da forma a una pieza de barro en el torno.
Cantalapiedra a ritmo de alfar

Cantalapiedra a ritmo de alfar

Jorge Holguera Illera

Domingo, 25 de enero 2015, 12:26

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La villa de Cantalapiedra tiene un nombre que tomaba sentido cuando por sus calles empedradas transitaban carros de mulas y bueyes, con cuyas pezuñas, herraduras y las llantas de hierro de las ruedas de los carros, se entonaba la música que tanto caracterizaba a esta población.

Otra de las peculiaridades que tanto ha hecho sonar el nombre de Cantalapiedra por toda la geografía nacional ha sido el bello oficio de la artesanía del barro. Si carros ya no transcurren por Cantalapiedra, ni calles empedradas hay que hayan sobrevivido al baño de hormigón, tampoco quedan alfareros o cacharreros en activo.

La buena noticia es que muchos de ellos aún mantienen vivo el recuerdo de la actividad profesional que tanta fama dio a esta buena villa. Uno de los últimos alfareros que queda en la villa del barro es Inocencio Hernández Alconada, quien recuerda íntegramente cada detalle de aquella época. Su padre, abuelo, bisabuelo y los abuelos de sus abuelos también lo fueron.

El oficio de alfarero era duro, requería muchas horas y generaba pocos beneficios. En Cantalapiedra los alfareros se contaban por decenas y su fama se extendía por toda Castilla y León, destacando su presencia en las provincias de Salamanca, Ávila, Valladolid, Zamora, Palencia y Segovia.

Como dato a destacar, en aras de valorar la importancia de la artesanía del barro de esta localidad, en la década de los 60, el cronista Francisco Cebrián Alcázar hablaba de cuarenta familias. Esos eran los primeros años de la decadencia de esta profesión.

Inocencio Hernández calcula que, en los tiempos que él conoció más actividad, habrían unos 50 hogares aproximadamente en muchos de los cuales más de un miembro de la familia se dedicaba a este oficio. Al menos, había una decena de hornos, porque no todos los alfareros poseían uno, entonces los que no tenían horno lo llevaban a algún artesano que si cocía.

Según datos históricos en Cantalapiedra ya se censaron en el padrón vecinal del año 1580, ocho olleros.

Al parecer, cuando aún existían murallas en la villa, o al menos cuando aún se distinguían los arrabales, las ordenanzas municipales no permitían el establecimiento de artesanos del barro dentro del recinto amurallado, quizá por el peligro de los hornos o el humo que originaban. Ésta puede ser la causa que concentrará al mayor número de artesanos de la villa o bien en el arrabal Grande o en el arrabal Chico.

En este último arrabal, concretamente en la calle La Libertad, estaba la casa, el obrador y el horno de Inocencio Hernández, en el que cocía del orden de 600 a 700 piezas en cada ocasión. Este artesano recuerda que había unas matrículas o tasas que se pagaban entre todos los artesanos, los que tenían horno y los que cocían en el horno de otro alfarero.

A parte del duro trabajo que exigía el proceso de elaboración de los cacharros, el último paso consistía en cocer los mismos, un paso que duraba unas 4 ó 5 horas. Para ello tenían que acudir al pinar con el burro y el serón o un carro a recoger tamuja y la leña, que es la hoja seca del pino. También, como materiales de combustión, usaban para lo que llamaban «enrojar», «tamuja» de pino negral, «ramera» de pino, paja de cereales, juncos secos, e incluso picos secos, tal y como explicaba Hilario Almeida en un artículo publicado en la revista Nuestra Parroquia.

Cocer las piezas

Los artesanos pagaban al propietario de estos pinares un tanto por aprovechar este recurso al que hoy no se da uso. Emilio Marcos Coria, hijo del alfarero Manuel Marcos Escudero, que perdió la vida en la carretera cuando venía de vender los cacharros, recuerda aquel duro trabajo de cocer las piezas, en que había que estar toda la noche «tamuja, tamuja», expresa, para que el horno no perdiera temperatura. También recuerda Emilio Marcos la destreza de aquellos duros hombres en la colocación de las tinajas, barreños, botijos, y otros enseres que fabricaban. «Me sorprendía la habilidad que tenían para meterlos en el horno, se subían sobre el canto de las piezas y éstas no se partían, se los tiraban para irlos colocando, decían pasa», explica Emilio Marcos.

Éste es último paso del proceso de fabricación, una de las partes menos finas del oficio del alfarero. Se producía justo antes de la venta. Un momento que hacía a los artesanos del barro de Cantalapiedra viajar por prácticamente todos los pueblos de Castilla y León para vender sus piezas a voz en grito por las calles de los pueblos. Inocencio Hernández llevaba uno o dos burros con unas angarillas a vender a Carpio del Campo, Fresno el Viejo, Palaciosrubios, Zorita de la Frontera, «a lo mejor salías a las cinco de la mañana y venias a las once de la noche a casa, para traer cinco duros», lamenta Hernández.

El ser tantos profesionales del mismo oficio en una misma localidad originaba situaciones como la que cuenta este artesano, «algunas veces íbamos a un pueblo y nos decían, si ha estado ayer tal alfarero de Cantalapiedra», argumenta Hernández.

«Me acuerdo una noche que venía de Bobadilla y no pude cruzar el río Trabancos por el camino de Míster, porque había llovido mucho, y cogí todos los montes de Madrigal hasta alcanzar el puente y salían los grajos de los pinos y se me espantaban los burros, llegué a casa a las once de la noche», detalla como ejemplo de una de las historias que les tocaba vivir en aquellos tiempos.

La artesanía del barro era una profesión que daba trabajo a los propios artesanos pero también a otras personas, como las tiendas de alimentación y los carreteros, que se encargaban del mantenimiento de los carros y las propias ruedas, con las que elaboraban los cacharros.

El barro de Cantalapiedra es especial y sus vecinos lo sabían, aunque «era más basto que el de Alba de Tormes, por ejemplo», dice Hernández.

Aunque había barro en Cantalapiedra mismo, acudían a buscarlo a Mazores, una finca que forma parte del término municipal de Villaflores. Éste es el primer desempeño de cualquier alfarero. El acudir a la cantera a buscar el barro. Sólo ellos conocían el secreto de obtener la materia prima adecuada a cada pieza, porque no toda la tierra vale, ni todo el barro es igual, sino que obtenían principalmente dos tipos de barro, que mezclaban estratégicamente según la pieza a fabricar. De ello dependían cuestiones como la resistencia que iba a requerir el cacharro a fabricar, como por ejemplo si era para usar en la cocina o simplemente para transportar el agua.

Virtuosidad

La virtuosidad exclusiva a la hora de fabricar las piezas de barro de los artesanos de Cantalapiedra era elogiada en kilómetros a la redonda, sirva como ejemplo que su fama de expertos en uno de los oficios más antiguos del hombre era transportada desde la Feria de Medina del Campo a otros lugares lejanos de esta provincia.

El momento más sublime del trabajo del alfarero era el de sentado en la rueda que giraba, impulsada por sus pies, hacer de un pedazo de barro húmedo, una fina pieza de barro. El barro previamente preparado, limpio, pisado, reposado y amasado en conveniencia, pasaba por las manos del sublime artesano hasta convertirse en un preciado objeto parra el uso cotidiano.

Toda la loza del uso diario en aquella época era de barro, por ello, al hacerse accesibles al ciudadano otros materiales más cómodos para su uso se fue deteniendo la demanda de las piezas de este material que se fabricaban en Cantalapiedra por millares. «Al llegar el agua corrinte a las casa» ya no hacían falta los cántaros con los que se transportaba este elemento vital de la fuente a las casas. Éste fue otro de los motivos que frenó en seco la actividad de los artesanos en Cantalapiedra.

Fabricaban sobre todo botijos, cántaros, cantarillas y tinajas. Los botijos eran muy demandados antes y durante todo el verano porque eran usados por los segadores y los hombres del campo para hacer las cosechas, también después para hacer las siembras.

La gran calidad y fortaleza del barro de Cantalapiedra permitía a sus artesanos brillar con luz propia por la fabricación de grandes tinajas para almacenar los embutidos, el pan o el vino. Cada alfarero o cacharrero trabajaba a su manera, algunos elaboraban unas piezas, otros otras, algunos todas pero cada cual con su punto diferenciador. «Sabíamos de quien era cada pieza solo con verla», comenta Inocencio Hernández. En parte se podía tener esta certeza porque después de hacer los cacharros, los alfareros de Cantalapiedra sacaban la loza a la puerta del obrador para que se secara al sol y tras cierto tiempo voltearla para que continuara secándose antes de poder ser horneada.

Calles repletas de piezas

Era todo un espectáculo y una seña de identidad de Cantalapiedra, la de ver sus calles repletas de cacharros sobre el empedrado suelo. Ahí si se podía observar la gran variedad de loza que se fabricaba, al igual que en la muestra que fabricó en miniatura Ricardo Cívicos González una vez estaba jubilado. Se pueden ver pucheros, jarras, cántaros, cantarillas, tinajas, barreños de distintos tamaños, botijos de diferentes tipos y muchos enseres más que aún se pueden ver en algunas casas de Cantalapiedra como el único resto de una época que quedará grabada en la historia de esta villa como la de la alfarería.

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