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La soledad de un presidente en sus horas bajas, solo en su escaño del Congreso. / Archivo
La epopeya de «un hombre normal»
adiós al padre de la transición

La epopeya de «un hombre normal»

Ambicioso y dúctil, afrontó una enorme tarea, se inmoló en beneficio del Estado y no alcanzó a ser consciente del reconocimiento de la sociedad y la Historia

CÉSAR COCA

Lunes, 24 de marzo 2014, 15:29

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En abril de 1977, apenas dos meses antes de las primeras elecciones democráticas celebradas en España en cuarenta años, Adolfo Suárez dijo a un periódico alemán: «Mi punto fuerte es, creo yo, ser un hombre normal». Un hombre normal que cargó sobre sus espaldas la enorme tarea de desmantelar desde dentro un régimen dictatorial. Un tipo normal de gran ambición que alcanzó un puesto que ni en sus sueños más descabellados pudo nunca imaginar pero que una vez en él puso siempre el interés del Estado por delante del suyo. Una persona normal, en fin, que siguió paso por paso la trayectoria típica del triunfador en este país: ascenso rápido, duros ataques procedentes de los suyos, caída estrepitosa, pronto olvido y tardío reconocimiento de méritos.

La carrera del primer presidente de Gobierno de la democracia está llena de paradojas. Quizá cabría decir de etapas tan distintas unas de otras que no parecen corresponder al mismo personaje. Durante los veinte primeros años de su vida profesional y política, Suárez se elevó desde la nada gracias a una gran ambición y a una inteligencia natural que lo llevó a estar en el lugar adecuado en el momento preciso y a arrimarse a quien controlaba los principales resortes del poder.

Luego llegaron los cuatro años y medio de fulgor, en los que cambió radicalmente: su ambición fue puesta al servicio de España y su instinto de funambulista resultó esencial para lograr los equilibrios que permitieron crear y consolidar el régimen democrático más duradero en la historia del país. Tras esa etapa vino un largo declive, aliviado únicamente en la fase final de su vida pública por un número creciente de voces que se alzaron para reivindicar su figura y su obra. Algunas de ellas se habían distinguido en la crítica mordaz mientras estuvo en el poder. Los años postreros han estado marcados por el silencio de la enfermedad y la compasión general. El respeto al hombre y la admiración por su obra. La vida no fue justa con él, porque el mal que lo ha conducido a la tumba le impidió conocer el aprecio de sus conciudadanos. Fue en definitiva un superviviente que superó las pruebas más difíciles, menos la traición en sus propias filas.

El hacedor de la Transición nació en Cebreros el 25 de septiembre de 1932, en el seno de una familia católica. Su padre, que salvó la vida fingiéndose al borde de la muerte cuando unos falangistas fueron a darle 'el paseo' por haber apoyado en su momento al republicano Claudio Sánchez Albornoz, lo era más bien de forma nominal. Su madre vivía la religión con fervor, una práctica que le transmitiría hasta el extremo de que durante muchos años acudió a misa y comulgó a diario. No hay nada memorable en su juventud: alumno del Colegio San Juan de la Cruz y el Instituto de Ávila, terminó el Bachillerato con un expediente mediocre. Después se matriculó por libre en la Facultad de Derecho de la Universidad de Salamanca. Nadie parece capaz de recordar su paso por las aulas, dado que iba solo a los exámenes, que superó sin brillantez.

Alejado del bullicio estudiantil de la capital charra, Suárez comenzó a moverse en las estancadas aguas de la vida abulense. Solo tenía 20 años cuando llamó la atención del obispo por su carácter abierto, su don de gentes y una simpatía que nunca sonaba impostada. Por eso lo nombró presidente de la Asociación de Jóvenes de Acción Católica. Puede parecer poco, pero era el inicio de una imparable carrera política, la base sobre la que empezó a relacionarse con las autoridades locales y desarrollar esa capacidad para hacerse ver sin molestar que tanto resultado habría de darle.

Primeros contactos

Esos contactos, aun modestos, fueron decisivos para que encontrara su primer trabajo, nada más terminar la carrera: oficial de Beneficencia del Ayuntamiento de Ávila. Un empleo irrelevante, pero que muy poco después le permitió conocer al nuevo gobernador de la provincia: Fernando Herrero Tejedor. Corría el año 1956 cuando Suárez entró a trabajar como secretario del hombre que habría de ser su mentor. Fue la época en la que el presidente de Gobierno que mejor imagen ha dado en televisión se enfrentó a su primera experiencia ante las cámaras: un papelito como extra en la película 'Orgullo y pasión', varias de cuyas escenas se rodaron en Ávila.

Uno de los aspectos más llamativos en la biografía de Suárez es el escaso tiempo que duraba en todos sus empleos. Puede decirse que donde más estuvo de forma estable fue en el palacio de la Moncloa. Entre 1957 y 1961, la fecha de su matrimonio con Amparo Illana, encontramos al futuro líder de la Transición primero en Madrid, trabajando en el despacho que su padre tenía junto a un procurador; después de nuevo como secretario de Herrero Tejedor, cuya carrera lo había conducido a la capital de España; más tarde, en Sevilla, donde intenta sin éxito ganar una plaza en el Cuerpo Jurídico de la Armada; y otra vez en Madrid, donde su mentor, ahora vicesecretario del Movimiento, lo nombra jefe de su gabinete técnico. Un paso fugaz por todas partes, pero muchos nombres nuevos en su agenda: aquí y allá coincidirá y hará una cierta amistad con Rosón, Martín Villa y algunos otros jóvenes valores del franquismo que luego tendrán un papel, siquiera secundario, en el camino a la democracia.

Pluriempleado

El matrimonio lo obliga a buscar unos mayores ingresos, así que trata de conseguir complementos para su magro sueldo. Durante tres años, hace de secretario de unos cursos de Administración local que se imparten cada verano en Peñíscola. Quienes necesitaban aún una prueba del poder de convicción del joven abulense la encuentran allí, a la sombra del castillo del Papa Luna. Un día Suárez camina por el paseo de la playa cuando ve, a pocos metros, a una muchacha extranjera que toma el sol en biquini. Ni corto ni perezoso, se dirige a ella y comienza a hablarle. Ninguno de los testigos del hecho alcanza a oír nada de la conversación, pero un rato después ven cómo la chica se cubre y en un castellano muy primario anuncia su intención... de convertirse al catolicismo.

Es imposible encontrar un mejor aval para unirse al Opus Dei. No era un mal 'fichaje' para la organización religiosa: joven, brillante, magnífico conversador, trabajador... Trabajador hasta lo inverosímil, habría que decir, porque cuando por fin consiguió sacar unas oposiciones para el Instituto Social de la Marina (ISM), se negó a dejar sus empleos anteriores, de forma que por las mañanas ejercía de jefe de gabinete de Herrero Tejedor, por las tardes de adjunto de relaciones públicas de Presidencia de Gobierno -cargo al que había llegado por recomendación de aquél- y en los ratos que tenía libres se pasaba por el ISM. Y aún le quedaba tiempo para aproximarse a Emilio Romero, consejero nacional, maestro de periodistas y celebrada lengua viperina, y recibir impagables lecciones de saber estar y relacionarse con los grandes, de la mano de Rafael Ansón.

Su encuentro años después con Carmen Díez de Rivera, musa de la Transición, tuvo una gran importancia a la hora de darle una imagen europea, lejos del tono gris y mortecino de los políticos del tardofranquismo. Pero fue Ansón quien verdaderamente le desveló las claves del marketing electoral. Él cogió a un político no demasiado preparado, con escaso interés por el pensamiento, el arte o la cultura, y lo elevó a lo más alto sobre la base de potenciar al máximo su irresistible encanto personal.

También fue decisivo su paso por Televisión Española. Estuvo allí en dos ocasiones. Primero, en 1964. Llega gracias a sus amigos del SEU a un cargo de poco relieve, y a los pocos meses es director de programación y enseguida responsable de la primera cadena. Un puesto que le permite ampliar su círculo de amigos. Uno de los más entrañables es el realizador Gustavo Pérez Puig, con quien comparte interminables partidas de póquer. Otro, menos íntimo pero más importante, Carrero Blanco.

En Prado del Rey aprendió pronto cómo usar la influencia de la televisión. En 1967 había elecciones a procuradores en Cortes, y él quería ser elegido por Ávila. TVE le permitió hacerse campaña sin coste: obligado a competir con candidatos de más peso y popularidad, convirtió su provincia en un enorme plató. De pronto, Ávila aparecía a todas horas en pantalla, lo mismo en informativos que en programas de entretenimiento. El periódico local no tardó en empezar a hablar de la persona que más estaba haciendo por la fama de su tierra. Por supuesto, salió elegido. Una década más tarde, en 1979, recurriría a una argucia semejante pero mucho más sutil: en las elecciones de ese año, la primera cadena emitió por sorpresa en la noche de la jornada de reflexión la película 'Horizontes de grandeza'.

Un mensaje subliminal sencillamente extraordinario: el protagonista se presenta como la opción más justa, la persona que mantiene el equilibrio en el conflicto entre un viejo terrateniente y un ganadero revolucionario, que luchan por el control del agua. Imposible no ver que la razón la tenía el centro (UCD) en la pugna entre la derecha y la izquierda. También aquella vez ganó las elecciones.

Tiempo de relaciones

Pero estamos aún en 1967, el año que consigue por primera vez un asiento en las Cortes. Es procurador por Ávila, pero inmediatamente será nombrado gobernador de Segovia. En poco más de una década ha pasado de modesto empleado municipal a gran jefe de una provincia. Allí conoce además a Fernando Abril Martorell, que terminaría por ser su amigo del alma. El día que logró promocionarlo a presidente de la Diputación saboreó las mieles del poder que había adquirido.

Pero apenas unas semanas más tarde vivió la tragedia: el derrumbe del complejo hotelero de Los Ángeles de San Rafael causó medio centenar de muertos. Aquella tarde, su imagen, trajeado y retirando escombros, dio la vuelta a España. Muchos pensaron que bajo los cascotes estaba enterrada su carrera política, dado que el proyecto carecía de permisos, y eso era responsabilidad del Gobierno civil.

Pero de nuevo mostró su carácter de superviviente. Pocos meses después volvía a RTVE, esta vez como director general. Un puesto ideal para despachar directamente con Carrero Blanco, nuevo hombre fuerte del régimen, y empezar a tratar al Príncipe. No pocos recuerdan las largas comidas con gentes de ámbitos diversos, pero siempre en el poder o con expectativas de llegar a él, en las instalaciones del ente público. Almuerzos frugales, de ensalada y tortilla francesa -el mismo menú que más tarde en Moncloa-, y sobremesas que se prolongaban en medio de una nube de humo de tabaco. Allí estaba siempre Suárez, encendiendo un pitillo tras otro y seduciendo a todos con su sonrisa y su conversación. Años después, ya en la Presidencia del Gobierno, frustró un intento de congelar el precio del Ducados. «Todo el mundo sabe que es lo que yo fumo y van a pensar que no sube de precio por eso», dijo a su ministro de Economía, que estaba muy preocupado por la inflación. Y la cajetilla azul y blanca se encareció igual que las de otras marcas.

Fueron los años en los que trató de imprimir velocidad a su carrera política. La mayor parte de su tiempo se iba en mejorar y ampliar sus relaciones. De su tiempo y su dinero, porque estar con unos y otros, encontrarse 'casualmente' con los ricos y los prebostes del franquismo en sus lugares de vacaciones o de ocio lo obligaba a realizar unos gastos que no se podían sostener con su sueldo. Hubo un momento, aseguran quienes lo conocieron entonces, que puso su escaso patrimonio al servicio de su carrera. Y aceptó participar en negocios diversos para poder mantener un tren de vida de otra forma imposible para alguien que en el fondo no era más que un funcionario de alto nivel. «No soy ministro porque no vivo en Puerta de Hierro ni estudié en el Pilar», cuenta Gregorio Morán que dijo a sus amigos cuando Carrero, ascendido a presidente del Gobierno, formó su primer gabinete.

Fuera del Gobierno, pero cerca del futuro. Entre 1973 y 1975, Suárez, que había sido cesado como director general de RTVE, ocupa algún cargo oficial de rango menor y consume sus energías en largas conversaciones con Torcuato Fernández Miranda y Herrero Tejedor. Sus charlas con el Príncipe le proporcionan buenas pistas para saber por dónde irán los tiros cuando Franco muera. En marzo de 1975, Herrero Tejedor asciende a ministro secretario general del Movimiento y lo nombra vicesecretario. Justo cien días después, su mentor muere en un accidente de tráfico. Por un momento piensa que va a ser ministro... pero no es así. Su nuevo despacho es el del delegado del Gobierno en Telefónica: un meandro breve en su carrera porque antes de que pase medio año Fernández Miranda lo colocará al frente del Ministerio que había ocupado Herrero Tejedor. Franco ha sido enterrado bajo una enorme losa en el valle de los Caídos y él está ya cerca de la cumbre.

Ministro, al fin

Durante el primer semestre de 1976 su actividad es frenética. Cada día habla con Fernández Miranda, convencido de que éste tiene las claves de la sucesión de un Arias Navarro perdido en su propio laberinto. Y despacha con frecuencia con el Rey. A finales de primavera, poco antes de presentar ante las Cortes el proyecto de ley de Asociación Política, asiste a una reunión de banqueros en casa de Ignacio Coca. En una larga exposición les cuenta su visión del futuro en España. Los presidentes de las mayores entidades financieras del país regresan a sus hogares de madrugada, impresionados por lo que han escuchado. Nunca habían oído a nadie con tal poder de seducción. La leyenda del 'encantador de serpientes', como lo bautizó Alfonso Guerra en lo que solo cabe entender como un inmenso elogio, había comenzado.

Días después, ante los dinosaurios del régimen, pronuncia una de sus frases históricas: «Vamos a elevar a la categoría política de normal lo que en la calle es normal». Un mes más tarde sería elegido presidente del Gobierno por el Rey en medio de la decepción general. La prueba de que nadie esperaba nada de él es el título del artículo con que Ricardo de la Cierva, destajista de la Historia que luego recorrerá un sinuoso camino hasta la derecha más recalcitrante, analiza el nombramiento: '¡Qué error! ¡Qué inmenso error!'

A partir de ese momento, Suárez sabrá lo que es presión. De entrada, la Bolsa reacciona a su nombramiento con un acusado descenso. Días después, los Grapo se presentan con un reguero de bombas. Al fondo, los jefes militares nombrados por Franco otean el horizonte con preocupación. Pronto empezará el ruido de sables que se escucha durante sus cuatro años y medio de mandato. Siempre protegido por un Fernández Miranda que maniobra con sutileza en la sombra, Suárez desata en cuatro meses lo que algunos creían atado y bien atado. En noviembre, las Cortes franquistas firman su defunción. El presidente del Gobierno mira al hemiciclo con una amplia sonrisa que inmortalizan los fotógrafos y la televisión. Parece como si no acabara de creerse la aplastante mayoría obtenida por su proyecto de reforma. Un mes después, el abrumador 'sí' en el referéndum le hace pensar que puede prescindir de Fernández Miranda. Empieza lo que luego se ha dado en llamar el 'síndrome de la Moncloa'; es decir, la tendencia al aislamiento, a no dejarse aconsejar, que parece aquejar a los inquilinos de la sede de Presidencia en cuanto llevan un tiempo instalados allí.

Triunfo y amargura

El triunfo se tiñe pronto de amargura. Suárez vive con desesperación el 'enero negro' de 1977: secuestros de Oriol y el general Villaescusa, dos jóvenes muertos en manifestaciones en apenas 24 horas, los cinco laboralistas de Atocha asesinados... Incluso dentro de su equipo surgen los problemas. El gabinete se lo había preparado Alfonso Osorio y fue acogido con displicencia. «Un Gobierno de 'penenes'», decían los periódicos más críticos. Penenes, pero revoltosos. Siguiendo la tradición, los ministros procedentes de la Democracia Cristiana no paraban de enredar, y los altos cargos militares, impuestos por los restos del aparato franquista, vigilaban de forma permanente.

Por eso aprovechó Suárez aquella Semana Santa de 1977 para legalizar el Partido Comunista. Lo anunció el sábado, con medio país de vacaciones y a solo dos meses de las elecciones. Fue un día de vértigo. En el último minuto, aún pidió la nota para revisarla una vez más y cambiar alguna frase, pero acababa de enviarse por fax a la prensa. «Mejor así -dijo-. Ya no tiene vuelta atrás».

Las semanas previas a las elecciones fueron muy intensas. Suárez sabía que el PCE, pese a su prestigio por su lucha en la clandestinidad, no era enemigo en las urnas. El rival verdadero se llamaba Felipe González y llegaba bendecido por Willy Brandt. Así que no dudó en poner en marcha una maniobra digna de Maquiavelo: ayudó al PSP de Tierno Galván con objeto de restar votos al PSOE. Y horas antes de que se abrieran las urnas apareció en televisión. En apenas unos minutos, ganó las elecciones si es que aún no lo había hecho. Los españoles no conocían a un político que mirara a la cámara con la convicción con la que él lo hacía, que sonriera de esa manera, que se creyera lo que estaba diciendo. Algunas de las frases incluidas en sus discursos televisivos de finales de los setenta están aún en la memoria de todos, en especial aquel «puedo prometer y prometo», una redundancia que consiguió convertir en marca de la casa.

Luego llegó la elaboración de la Constitución, la consolidación de un partido que se había sacado de la chistera semanas antes de las elecciones y la lucha contra la crisis económica. De aquellos años son imágenes inolvidables, aún en blanco y negro, de políticos de todo el mundo entrando y saliendo de la sede de Presidencia, siempre acompañados por un Suárez risueño. Hay una muy especial, en la que está abrazando con una amplia sonrisa a Yasir Arafat, ataviado con su inevitable kufía y la pistola colgando del cinturón.

Lo que más quebraderos de cabeza le dio, paradójicamente, fue el partido. Cuando se aprobó la Constitución, podía haberse sometido a una cuestión de confianza y seguir hasta agotar la legislatura, pero prefirió convocar elecciones porque pensaba que así podría limpiar la UCD. No lo consiguió y desde el momento mismo de su segunda victoria electoral vivió un verdadero suplicio. Los barones conspiraban continuamente y llegaron a plantearle un ultimátum. Mientras, el ruido de sables era ya insoportable, y aunque la operación Galaxia no pasó de una conspiración de opereta los periódicos no paraban de hablar de maquinaciones en la sombra.

Despedida

Si en el Ejército había ruido de sables, en el seno de la UCD se oía un verdadero estrépito de cuchillos. Tanto que Suárez comienza a pensar en dimitir. Se convoca el segundo congreso del partido en Palma de Mallorca para los días 27 y 28 de enero de 1981, pero debe ser aplazado por una huelga de controladores aéreos. Es el golpe de gracia. Ese mismo día anuncia a sus más próximos que lo deja. Y comienza a escribir el discurso con el que se dirigirá al país, y del que añade y retira en varias ocasiones una frase que finalmente pronuncia ante la cámara con gesto serio y una mirada triste subrayada por unas profundas ojeras: «Yo no quiero que el sistema democrático de convivencia sea, una vez más, un paréntesis en la Historia de España».

Fue casi una premonición porque, en la votación de su sucesor, Tejero entró en el Congreso pistola en mano. Una humillación al Parlamento, que dejó una imagen impagable: la del presidente a unos minutos de dejar de serlo negándose a agacharse y saliendo incluso a defender a su ministro de Defensa, Gutiérrez Mellado, cuando un guardia trató de tirarlo al suelo. Durante esa larga noche, Suárez pensó muchas cosas. Incluso en seguir como presidente porque él no temía a los militares. Pero pronto se apercibió de que el procedimiento no lo permitía.

Su dimisión no bastó para tranquilizar a los barones. Suárez presenció en las semanas siguientes cómo varios de ellos se aprestaban a la demolición de su figura. O trataban de distanciarse. Le dolió especialmente la actitud de Calvo Sotelo, elegido -y él debía saberlo- para entregar el poder a los socialistas pero que trató de desvincularse de inmediato del anterior presidente.

Se equivocó con Calvo Sotelo como se equivocó respecto de su propio poder. En el verano de 1982, después de haber sufrido verdaderas humillaciones por parte de políticos de corto recorrido a quienes él había hecho ministros, decide crear otro partido, el CDS, convencido de que su gancho electoral continúa intacto. Fue como el regreso de Napoleón a Francia desde la isla de Elba. Obtiene unos resultados modestos en octubre de 1982 y consigue que se hable de él y su partido.

En 1986 se produce el espejismo de una veintena de escaños. Parecía que podía conseguir convertir al CDS en un influyente partido bisagra, al estilo de los liberales en Alemania, pero el globo se desinfla pronto: en cada elección posterior va perdiendo fuelle y en 1991 decide retirarse. Termina su carrera política. Desencantado y sin ilusiones, se centra en su tarea en el despacho que había montado antes y en el que había logrado trabajo gracias a sus amistades y su conocimiento de la maquinaria del Estado. Mantiene también una relación estrecha con el banquero de moda: Mario Conde. Pero no puede evitar que pronto se le asocie con la imagen del ídolo caído. Sus apariciones en los medios de comunicación se van espaciando, su sonrisa es cada vez menos abierta y su desbordante simpatía de antaño tiene ya un rastro de melancolía. Melancolía que se transforma en tristeza cuando a su esposa primero y a su hija Mariam después les diagnostican sendos tumores.

Todo se viene abajo en apenas un par de años. El político ambicioso con el objetivo único del poder se convierte en una persona que inspira sobre todo compasión. Cuando en 2001 Amparo muere, pierde todos los equilibrios y se sumerge en la oscuridad del alzhéimer. Tres años más tarde, después de haber luchado hasta la extenuación y haber escrito un libro cargado de esperanza, fallece también su hija. Dicen sus allegados que de eso no llega a enterarse. Meses antes, en uno de los mítines de la campaña de las autonómicas, había hecho su última aparición pública: su hijo Adolfo era candidato a presidente de Castilla-La Mancha por el PP, y él acudió medio engañado al acto. En el último momento subió al estrado, envejecido pero sonriente. A los más observadores no se le escaparon sus problemas de coordinación. Ni el patetismo de la imagen: el artífice de la Transición, que fue acorralado por políticos de segunda que luego se marcharon a Alianza Popular, regresaba para apoyar a su hijo, que había aceptado autoinmolarse como candidato de ese partido. Los españoles aún lo verán otra vez, en una instantánea en el jardín de su casa, de espaldas y caminando con el Rey, que parece guiarlo empujándolo suavemente con el brazo derecho sobre su hombro. Acaba de imponerle la medalla de la orden del Toisón de Oro.

En un momento de duda, durante su veloz carrera hacia la Moncloa, hace más de cuarenta años, Suárez ironizó sobre sí mismo asegurando que aunque tuviera que dejar la política siempre le «darían trabajo en El Corte Inglés». Se refería a su capacidad para vender proyectos e ilusiones. El triunfador que surgió de la nada en una pequeñísima capital de provincia y llegó a lo más alto se equivocaba en eso. El tiempo le llevaría a descubrir, con dolor, que el hombre en quien los españoles confiaron para el reto monumental de la Transición no conseguía ganarse su apoyo para el mucho más modesto de la gestión de la democracia. La suya fue la epopeya del hombre normal enfrentado a una tarea de gigante. Y en esa batalla gastó todas sus fuerzas.

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