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El buscador de árboles
RUTA POR EL PACÍFICO VERDE

El buscador de árboles

Las secoyas milenarias, que ya existían en California en tiempos de Jesucristo, pueden ayudar a salvar el planeta del calentamiento global

MERCEDES GALLEGO

Miércoles, 10 de agosto 2011, 10:48

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Los biólogos lo llaman El Dorado, un espeso bosque de secoyas gigantes entre Oregón y California que esconde los árboles más altos del mundo, desde las montañas Klamath hasta la Bahía de Humboldt. Es un mundo mágico, entre impresionantes cuencas de agua que dan de beber a estos reyes de la naturaleza, los organismos vivos más altos del planeta. Y Michael Taylor es uno de los pocos que tienen la llave. Literalmente.

El mejor buscador de árboles del mundo es un hombre de 45 años con cara de niño que persigue a los gigantes de madera desde que aprendió a caminar. Su acaudalada familia nunca imaginó que esa inocente pasión infantil le llevase un día a dejar su trabajo de ingeniero y emboscarse en una cabaña del condado menos poblado de California, Hyampom, que tiene 241 habitantes y ni un solo semáforo.

Taylor no podía vivir sin sus bocanadas de oxígeno. «Cuando yo era niño respirábamos el doble de oxígeno que ahora, porque tenemos dos veces más dióxido de carbono», observa. No es de los que echan toda la culpa del calentamiento global al CO2, en su opinión también hay un cambio de ciclo solar, lo que no alivia el problema. «Todo este dióxido de carbono está acidificando los mares, y eso es lo más peligroso».

Pero no son los estudios del agua los que le han hecho famoso, sino su habilidad para encontrar en los bosques más espesos los árboles más altos del planeta. De ahí que las autoridades le hayan dado silenciosamente la llave de todas las carreteras traseras que protegen los parques naturales más valiosos de California, para que siga con las atrevidas expediciones que pueden traer fórmulas de salvación para el planeta.

Las secoyas rojas de la costa, que California ha talado sin piedad hasta dejar apenas el 4%, son los mayores secuestradores de carbono del mundo. Cada uno de estos viejos árboles atrapa unas 40.000 toneladas de dióxido de carbono a lo largo de su vida, en comparación con los 20 kilos anuales de media que secuestraría un árbol cualquiera de 45 centímetros de diámetro, capaz a pesar de todo de alimentar de oxígeno durante todo el año a una familia de cuatro. La diferencia es que los arboles urbanos que decoran las calles y crean la ilusión de la hoja verde están fuera de su hábitat, son frágiles y enfermizos, solo viven una media de siete a diez años. La vida de las secoyas rojas se mide en miles de años. Mucho después de que todos los que conozcamos en nuestra vida hayan muerto, ellas seguirán limpiando la atmósfera para cientos de generaciones futuras, si no las cortamos antes. Algunas ya estaban aquí cuando Jesucristo caminaba sobre la tierra. Si estos gigantes pudieran hablar, aclararían si los vikingos llegaron a América antes que Colón y contarían las vicisitudes de los exploradores españoles que subieron hasta el Pacífico Norte abriendo camino a la ruta de las misiones.

Taylor trabaja de la mano de Archangel, una organización de Michigan con vocación global donde el guardián de los árboles David Milarch mantiene con esmero un archivo viviente de los árboles del mundo. Los últimos mohicanos de cada especie.

¿Y si se pudiera reforestar el planeta con estos superárboles? Eso es lo que Milarch se ha propuesto. Encontrar los árboles más altos de cada país, clonarlos y replantar con ellos todo el ecosistema de los bosques cerca de las cuencas de agua más abundantes. «Si pudiéramos poner los miles de billones que nos gastamos en guerra y destrucción en sanar nuestro hábitat, en lugar de matarnos unos a otros...». Suena a utopía, pero quien vive a la sombra de estos árboles que ni siquiera dejan ver el cielo está dispuesto a creerla posible. «Solo tenemos que cambiar el paradigma de nuestras prioridades», suspira.

Cada nuevo gigante que Taylor descubre es un tesoro y Milarch le paga la recompensa debida. Cuando el embajador de los árboles californianos, Steve Sillett, un profesor de la Universidad de Humboldt al que respetan por igual autoridades y aficionados, le da permiso, llega hasta la copa y obtiene un brote tierno para que Milarch y los suyos clonen su ADN en uno de los viveros de la zona. El secreto de Archangel para triunfar donde la mayoría fracasa es una secreción de hormonas cuya fórmula no divulga. Con todo, no hay garantía de que alcance la misma altura y viva el mismo número de años, porque, como en todos los seres vivos, sus condiciones de vida son determinantes.

Trepar a pulso

A Taylor le hemos encontrado entre expedición y expedición a través de un reportaje de The New York Times y ha habido que disputarle su tiempo a una televisión japonesa. Esa noche el descubridor del árbol más alto del mundo sacó hueco para explicar su búsqueda de lo que llama «el Santo Grial de los árboles», un nuevo gigante que bata la marca de los cien metros que solo superan las secoyas rojas de la costa. «Algo de lo que todo el mundo querrá saber sueña. Busco una nueva frontera, me atraen los extremos de la naturaleza.

La conversación discurre en un restaurante de Arcata, un pueblo universitario de 20.000 habitantes junto a la Bahía de Humboldt. Fue el primero de EE UU en tener un ayuntamiento del Partido Verde. Taylor lleva su vida a cuestas en el coche, porque pasa la mitad del tiempo en los bosques, y lo primero que hace es desplegar sobre la mesa fotos inmensas de árboles, abrir el ordenador y disparar Google Earth, donde nos revela el mapa del tesoro: un sinfín de puntos rojos sobre el planeta que indican las coordenadas exactas de los gigantes que ha ido descubriendo, cuya ubicación mantiene en secreto para protegerlos de la humanidad.

Su trabajo empieza rastreando los bosques con la ayuda de Google Earth. La primera pista se la dan las cuencas de agua necesarias para abastecerlos, compara el diámetro de las copas y cuando encuentra lo que busca toma una imagen mental de la zona, graba sus coordenadas en el GPS y se lanza a lo más profundo del bosque hasta dar con el árbol. Lo mide con láser, se encarama a troncos que necesitarían 15 o 20 personas con los brazos extendidos para rodearlos y sube a pulso hasta la copa del árbol más alto del mundo, dos veces la Estatua de la Libertad, sin clavar ni una sola pica para no dañarlos.

A veces, en el corazón de los bosques, se encuentra con el cadáver de uno de esos gigantes talado quién sabe cuánto tiempo atrás. «Ya me he insensibilizado, si no siempre estaría cabreado. Me consuelo pensando que probablemente quien lo cortó ya estará muerto, porque los leñadores no viven mucho, comen demasiada carne sonríe. La gente no es consciente de lo preciados que son estos recursos, creen que les pertenecen, pero no es verdad. Los árboles son de todos, pertenecen al planeta, y solo nos queda el 35%. Tenemos que dejar de estafar a las generaciones futuras».

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