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Ejemplar de cedro de Atlas conocido como Cedro de la Francesa. Se le calcula una edad de entre 120 o 130 años. Se ubica en la finca de la Francesa.
Los gigantes de Béjar

Los gigantes de Béjar

Árboles varias veces centenarios en el entorno de esta localidad salmantina

Javier prieto

Viernes, 22 de mayo 2015, 17:57

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De Béjar, mucho más conocidos que sus gigantes son los Hombres de Musgo. Sin embargo, a estos últimos solo se les puede ver en vivo y en directo el día del Corpus. Cada año por esa fecha seis bejaranos hombres y mujeres cumplen con el rito de vestirse de arriba abajo con paños de musgo natural cogido del monte, aderezando así un traje del que solo asoman manos y cara. El traje tardan más de una hora en componerlo y puede alcanzar un peso de entre 15 y 20 kilos. Eso si no llueve, porque ya se sabe que el musgo es como una esponja capaz de beberse en un santiamén todo el agua que cayera del cielo.

Dicen quienes alguna vez se han vestido así que a las molestias de cargar con ese peso añadido durante todo el tiempo que dura el desfile hay que sumar el asfixiante calor que da semejante manta y el picor irresistible que en ocasiones propician algunos bichitos, habitantes naturales que tienen en el musgo y su sustrato el sitio donde hacer su vida. Rascarse con tal impedimenta encima es totalmente imposible.

Semejante suplicio, que los bejaranos tienen como un honor para el que hay listas de espera que pueden alcanzar los 10 años, responde a una tradición cuyos orígenes nadie acierta a precisar con tino. La creencia generalizada dice que exactamente así, camuflados hasta las orejas bajo una gruesa capa de musgo, es como un grupo de valientes cristianos que se habían refugiado de la invasión musulmana en las laderas del Monte Castañar lograron acercarse sin ser vistos hasta las mismas murallas de la ciudad. Confundidos con el paisaje, aprovecharon el momento en el que los musulmanes abrían las puertas de la muralla al amanecer para colarse en el interior y liberarla de sus poseedores mientras estos no daban crédito a lo que veían sus ojos: las mismísimas piedras cobraban vida para convertirse en monstruosos guerreros de temibles gritos y aspavientos. Un enemigo desconocido que les hizo poner los pies en polvorosa. La conmemoración de esta hazaña, que acontece la mañana del Corpus Christi, está declarada Fiesta de Interés Turístico Nacional.

Sin duda, esa fama y lo pintoresco de la celebración y el traje es lo que hace que de Béjar sean mucho más conocidos sus Hombres de Musgo que sus gigantes: un más que largo puñado de árboles monumentales que componen, entre todos, una colección que, por si sola, ya justificaría una visita a la ciudad. Dicen en la Oficina de Turismo que muchos japoneses vienen entusiasmados a saludar en persona a los cedros, pinsapos, secuoyas o magnolios bejaranos varias veces centenarios y talludos como catedrales, mientras que a los de aquí parece que semejantes joyas al menos de la botánica no nos dan ni frío ni calor. Pocas localidades podrán presumir de tener una colección de estos seres vivos ancestrales como la que tiene Béjar.

Llegarse a contemplar uno de los más espectaculares, conocido como Cedro o Pino de la Francesa, da pie, además, para un apetecible y fácil paseo entre robledales, prados y restos ferroviarios de la fenecida línea que recorría la Ruta de la Plata.

Sendero a la finca

El arranque del paseo está en la calle que desde la N-630 sube hasta el parque de Santa Ana. Allí, en torno a la ermita del mismo nombre, despunta ya algún ejemplo notable de árbol talludo que, sin embargo, nos parecerá un infante cuando regresemos a este mismo lugar al finalizar el circuito. Por detrás de la fuente de aspecto decimonónico que se levanta en uno de los laterales del parque parte el camino que irá faldeando el monte hasta la finca particular en cuyo interior se levanta este gigante de mil brazos.

Así, con el bosque que tapiza el Monte de la Cruz a mano izquierda y amenas vistas de Béjar y sus murallas por la derecha, se alcanza, tras el repecho más marcado de todo el recorrido, la finca de La Centena, el rellano en el que la tradición sitúa el lugar exacto del que partieron con sus atavíos los Hombres de Musgo a reconquistar la ciudad.

A partir de este punto, el camino se estrecha hasta convertirse en una senda encajonada por las espesuras del bosque, que queda siempre a la izquierda, y el largo muro de piedras que acota extensas praderas en las que pace el ganado. Sin mayores inconvenientes que salvar los varios arroyos que cruzan la senda en su descenso al valle, se llega hasta una cancela de madera en el mismo punto en el que la senda desemboca en una amplia pista forestal.

Siguiendo por esta unos metros hacia la derecha, algo en descenso, no tarda en aparecer el desvío que hay que tomar por la izquierda para plantarse ya ante la descomunal presencia de lo que es en realidad un cedro del Atlas, al que nadie sabe muy bien calcular la edad, aunque se le presupongan unos 120 o 130 años.

Lo que sí se sabe es que esta especie, descubierta en 1826 por el inglés Philips Barker Webb en el Atlas de Marruecos, fue introducida en Europa en 1840 por el botánico francés Adrien Sénéclauze, que realizó las primeras plantaciones en Francia. Se cree también que este de Béjar debió de ser plantado donde está, formando parte de los jardines de la Finca de la Francesa, más o menos en la misma época que las monumentales coníferas del jardín de El Bosque de Béjar. Y dado que esta finca perteneció a uno de los ingenieros que en 1894 trabajaron aquí en el tendido del ferrocarril, el francés Monsieur Papau, no sería nada raro que este fuera hijo de uno de aquellos primeros ejemplares de cedro del Atlas introducidos en Europa. Además de por sus medidas 28 metros de alto y 9 metros de perímetro en la parte central del tronco, sorprende tanto por la aparatosidad de su ramaje como por el buen estado de salud que presenta. Algo excepcional en un ejemplar de su talla y edad.

Otros venerables

Sin hacer caso de la señalización que guía otras rutas distintas a la nuestra, el regreso hacia Béjar se hace prosiguiendo hacia abajo por la pista forestal, hasta que un par de revueltas más adelante la pista se topa con las vías del tren que Monsieur Papau casi casi hace pasar por la puerta de su casa. El tren de la Ruta de la Plata llegó a Béjar a finales del siglo XIX por impulso de los empresarios textiles, que se habían quedado fuera de juego al no tener cómo hacer circular sus mercancías por el mercado nacional. Supuso la revitalización de una industria bejarana que tomó nuevos bríos y volvió a ser competitiva. Lo que hoy queda son los restos en descomposición de aquella infraestructura, sentenciada a muerte el 1 enero de 1985 en que dejaron de circular por ella los trenes de viajeros que recorrían el trazado entre Sevilla y Gijón. Los de mercancías fueron dejando de hacerlo paulatinamente, hasta que el último de ellos circuló por estas vías a finales de los años 80 del siglo XX.

El regreso hacia Béjar está claro: por la orilla izquierda de la vía corre una senda que lleva en 1,4 km hasta las puertas de la estación, reconvertida hoy en centro de ocio para la juventud. Tras pasar el conjunto de almacenes ferroviarios, la mejor forma de regresar al parque de Santa Ana es buscar alguna de las calles que suben hacia al N-630, que se intuye perfectamente, para localizar la que, 700 metros más adelante, lleva de nuevo al parque y que arranca justo a la altura de la fábrica de pan Panbesa.

Pero decíamos que el Cedro de la Francesa no era el único ser vivo venerable con más de cien años que ver en Béjar. Primos hermanos de ete son las monumentales coníferas que se localizan en el jardín de El Bosque de Béjar. La secuoya, en concreto, plantada en 1871. Sin abandonar este hermoso jardín renacentista, pero hacia el otro lado del estanque, junto a la fuente de la Sábana, queda un tejo que se calcula contemporáneo de la fuente, es decir, de finales del XVII o principios del XVIII. Ya en Béjar, quedaría por saludar al monumental magnolio que asoma muchos metros por encima del claustro del antiguo convento de San Francisco.

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