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Espectacular paisaje de las Torres del Paine, en los Andes chilenos.
Solamente dos puntos cardinales
No se si viene a cuento

Solamente dos puntos cardinales

joaquín robledo

Miércoles, 18 de junio 2014, 12:09

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Somos así de exagerados; el doce de octubre de 1492 Cristóbal Colón pone un pie en un punto inconcreto de las Bahamas y para mentar el hecho decimos, así, de carrerilla, que descubrió América. Vamos, como ordeñar una cabra en el islote de Perejil y que tus descendientes cuenten que un antepasado suyo ya conocía África. Colón dejó, eso sí, la puerta abierta y, a través de ella, fueron entrando barcos y más barcos, gentes y más gentes, que dominaron todo el territorio y a quienes allí vivían. Pero América no era una habitación que se ve de golpe cuando uno asoma la cabeza, no. De hecho, cuando los españoles, ya en la América continental, fueron avanzando se toparon con los Andes, una pared que no dejaba ver lo que había detrás. Hernando de Magallanes tuvo el impulso cotilla y se dijo: «Si no puedo atravesar la pared, la rodeo yendo hacia el sur, pero no me quedo sin saber lo que hay detrás». Se montó en una nao, que en un exceso de optimismo fue bautizada como Victoria y navega, navegando, allá por 1520, supo que existía un territorio al que los lugareños llamaban algo así como Chile. Pero Magallanes había cogido el gusto por el mar y siguió su periplo. Tres lustros más tarde, ya sabiendo que tras la pared había un valle, los españoles intentaron apoderarse de él. Esta vez se dejaron de barcos y entraron por el norte. El primero que lo intentó fue Diego de Almagro, pero la cosa no le fue muy bien. Al poco, Pedro de Valdivia se puso manos a la obra con el tacto habitual y comenzó una guerra, la de Arauco, que terminó tres siglos más tarde. Alonso de Ercilla escribió La araucana un poema épico en el que quiso relatar las vicisitudes de la guerra pero, claro, no hay poeta que trescientos años aguante, y aunque publicó tres partes, le faltó tiempo. Desde entonces sabemos de Chile que: «La gente que produce es tan granada,/ tan soberbia, gallarda y belicosa,/ que no ha sido por rey jamás regida/ ni a extranjero dominio sometida». Haría bien Vicente del Bosque en tomar nota porque pareciera que Alonso de Ercilla hubiera escrito estos versos tras ver algún partido a la actual selección chilena. Puede que no tenga los mejores jugadores, ni los más vistosos, pero ninguno de ellos traiciona sus convicciones, ni desiste en el empeño. Valdivia minusvaloró la capacidad de aquellos pueblos, pensó que le ofrecerían menos batalla que los incas, y perdió la vida.

Diversos pueblos se repartían aquel territorio, pero el más conocido era el Mapuche, y cosas de los tiempos, sus enseñanzas pueden ser hoy de lo más válidas, empezando por el propio nombre: Mapuche significa algo tan simple como gente de la tierra. Un puñetazo en la mandíbula a un mundo cuya filosofía es estrictamente la opuesta: la tierra, para nosotros, no es madre sino propiedad. Pero no solo eso, cada comunidad mapuche tenía potestad para elegir a su jefe al que llamaban lonco (cabeza). Cuando habían de enfrentarse a una guerra se unían varias comunidades y en una asamblea de loncos determinaban quien era su toqui, el primus inter pares. El mandato de este jefe electo duraba lo que durase el conflicto y podía ser revocado. Ahora quien propone lo mismo parece que ha descubierto la pólvora.

Pero no está solo compuesto de guerras el legado chileno. Allí, en los años sesenta del siglo pasado, se generó un movimiento musical con un fuerte contenido social al que conocemos como Nueva Canción Chilena. Se puede decir que este movimiento tuvo una precursora en Violeta Parra, una mujer en cuyo cuerpo libraron batalla la angustia y la vitalidad, capaz de componer una canción que da «Gracias a la vida que me ha dado tanto, dos luceros que cuando los abro perfecto distingo en las multitudes el hombre que yo amo» y de culminar la suya suicidándose. De su máxima canto a la diferencia que hay de lo cierto a lo falso, mamaron una serie de cantantes entre los que destacó Víctor Jara. Este, a diferencia de Violeta, fue ayudado a morir por los sediciosos que secuestraron Chile a partir de 1973. Casualmente, la tortura y asesinato del compositor de Te recuerdo Amanda se produjo en un estadio de fútbol. Por él sabemos que la vida es eterna en cinco minutos.

La Nueva Canción Chilena viajó por el mundo en el baúl de dos grupos cuyos nombres nos llevan, de nuevo, a los pueblos indígenas. Quilapayún son, sin más, tres barbas en la lengua mapuche. Inti Illimani entrelaza el quechua y el aimara, en su nombre se aúna el sol y la montaña llamada Águila Dorada. Ambos grupos fusionaban el compromiso social con el folclore. Los segundos, además, pretendían, siquiera por momentos, compatibilizar ese compromiso con una visión más lúdica y optimista de la vida. Para ellos, una revolución en la que no se pudiera bailar, no era su revolución. Sin ir más lejos, uno de los títulos es toda una declaración de intenciones: La alegría eres tú. Una alegría que, aunque vaya por barrios, habrá que buscar.

La silueta de Chile, vista como la vería un cóndor en su majestuoso vuelo, recuerda a un tobogán por el que descenderíamos hasta la Antártida. Es un país al que le sobran puntos cardinales, tiene solo Norte y Sur. Un tobogán que conducirá a la selección española a la esperanza o al precipicio. Esto último convertiría en profeta a Felipe II, quien ya dijo que la guerra de Arauco era la que le estaba costando más vidas de todas las de ese Nuevo Mundo. Tantas que la llegó a denominar Flandes Indiano. Los de Flandes, Flandes, batieron cinco veces a Casillas. Habrá que ver si se repite la gracia. Pase lo que pase, podemos responder a la pregunta que se hace Alonso de Ercilla en el Araucano: ¿Todo ha de ser batallas y asperezas, discordia, sangre, fuego, enemistades, odios, rencores, sañas y bravezas? La respuesta es no, porque la vida sigue siendo eterna en cinco minutos y la alegría eres tú.

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