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Manu Leguineche, en su casa de Brihuega, en 2007.
El reposo del hombre que sabía escuchar

El reposo del hombre que sabía escuchar

Leguineche vierte en ‘La felicidad de la tierra’ su legado vital, intelectual y humano

Javier Aguiar

Viernes, 5 de febrero 2016, 20:13

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Una fría tarde otoñal en un perdido paisaje de la Alcarria. Exactamente a las 17:39 horas del 14 de octubre de 1986 llega Manuel Leguineche a El Tejar de la Mata, su humilde y tranquilo paraíso en la tierra en el que aspira a encontrar la felicidad. Sabe porque ha vivido mucho, porque ha recorrido el mundo y ha conocido lo mejor y lo peor del ser humano que esa felicidad está en las pequeñas cosas, en los detalles que se disfrutan sin ruido, plácidamente, en el calor de tu rincón y de tu gente.

Sin luz, con una chimenea que no funciona cuando hace viento y abandonada en mitad de una loma, los vecinos del entorno consideraban la finca como una extravagancia del inglés que fue su anterior propietario, pero, como dice Manu, «si hay alguien más excéntrico que un inglés ese es un vasco».

Ese es el origen de La felicidad de la tierra (Alfaguara, 2001), que ya no se encontraba en las librerías y que acaba de reeditar la editorial Stela Maris dentro de una colección (stellaSelección) con la que pretende «rescatar para las nuevas generaciones de lectores novelas descatalogadas de gran calidad literaria», aseguran.

Manuel Leguineche (Arrazua, Vizcaya, 1941-Madrid, 2014)fue un ejemplo para la profesión que nunca se cansa de buscar la verdad, un periodista que necesitaba conocer tan a fondo aquello de lo que que escribía que un artículo, un reportaje o una serie le resultaban contenedores exiguos para tanto conocimiento, para tanto como deseaba contar. Así, entre guerras, viajes y gentes, firmó casi medio centenar de títulos. Libros en los que describe paisajes y paisanajes, conflictos, acontecimientos y personajes históricos y menos históricos, injusticias, revoluciones y abusos, buenas y malas personas. Todo lo que llamaba su poderosa atención, movía su inquieta curiosidad o sorprendía su vívida mirada.

Así fue desde sus escarceos en el semanario Gran Vía de Bilbao hasta su paso por El Norte de Castilla, donde su pluma se fue afilando y perfeccionando a las órdenes de Miguel Delibes y junto a la mesa de Francisco Umbral o Jiménez Lozano. Su estilo mamó de ellos y de todas las lecturas que cayeron por sus manos. Y fueron muchas. En el decano de la prensa nacional dejó innumerables muestras de ello. En esos años la plantilla de El Norte sumaba más talento del que seguramente jamás haya podido reunir un periódico.

Cuando Manu llega a su rincón alcarreño no está, ni mucho menos, en la recta final de su trayectoria. Con 45 años recién cumplidos se encuentra en su plenitud. Desde allí parte todavía a muchos destinos, a algunas guerras... Pero ya ha visto suficiente como para entender que merece un lugar para la ceremonia del reposo, el reposo del mensajero.

A su dietario le cuenta desde el primer día lo que le va sucediendo, por fuera y por dentro. «Escribo la primera entrada de este Diario a la luz de una lámpara de petróleo», anota. Pero entre los acontecimientos, entre las líneas de lo cotidiano se va colando imperceptiblemente su filosofía, su humanidad, su conocimiento, su forma de abordar y de entender la vida. Esa sabiduría vieja hecha de experiencia, de humildad, de muchos años aprendiendo, con la práctica y la voluntad, a mirar y a escuchar.

Desde el principio deja claro el porqué y el para qué de El Tejar. «Cuando me piden que dibuje algo lo primero que me viene a la mente es una casa sobre una colina, con un penacho de humo sobre la chimenea, árboles alrededor, una fuente y un perro a la puerta. Ya tengo lo que tantas veces había dibujado y soñado», confiesa y, acto seguido, aclara, parafraseando al poeta vasco francés Jean Baptiste Elissamburu: «Ahí es donde yo vivo en paz. Las puertas de mi caserío están abiertas a los amigos antes que a nadie, a los pobres cuando llaman, a los enemigos, ¿pues quién no los tiene? A todos me abro de par en par».

Si El viaje a la Alcarria de Cela planea sobre el relato, es Delibes el que está presente de forma casi continua. La naturaleza, la caza, los aldeanos... todo recuerda al autor vallisoletano. Cuando habla de los árboles la «encina que protege la casa, el árbol tutelar, la Guardiana», que es como el mar porque uno no se cansa de contemplarla; la higuera de sombra traicionera, el tilo que Neruda inmortalizara, cuando habla de los paisanos «Félix, escurrido de carnes, cenceño, de ojos burlones y nariz afilada», o don Virgilio, «un párroco viajero lleno de sentido común» que reprende a los vecinos cuando sueltan juramentos: «no te metas con mi jefe».

Pero sobre todo el lenguaje y el tono que utiliza al referirse a sus canes. «Mi perro, Dust, un braco alemán de buenos vientos», pero que «se alarga mucho, es de sangre caliente, un poco irreflexivo, cosa de la edad», describe. Dust, al que más adelante llama «ególatra, ladrador, antojadizo y revuelto», no es que sea un personaje más, es que es uno muy importante.

A buen seguro que Delibes, que conoció al padre de Leguineche cuando este acompañó a su hijo de 17 años hasta la redacción de El Norte, hubiera disfrutado con la historia de Bi, el pointer «del viejo Manu», de quien dice, «era tan buen cazador que los perros se sentían felices a su lado».

«Cuando ya el animal era viejo mi padre me regaló a Bi. Una tarde, cerca de Cenicientos, mientras buscaba el conejo en unas matas, se le abalanzó por sorpresa un mastín asesino. Para cuando pude darme cuenta de sus intenciones le había clavado los dientes en la garganta. Bi me miró con unos ojos de reproche como nunca le había visto», relata. Leguineche no le apreció ninguna lesión grave y subió al can al coche para llevarlo a Madrid y dejarlo en casa de su padre, pues él partía de viaje. «En cuanto llamé a la puerta de casa salió su amo, acarició al perro que cayó desplomado a sus pies (...). Pienso que murió como había vivido, humilde, eficaz en su trabajo, cariñoso sin aspavientos, después de haber visto a su amo».

Hasta de la muerte del «viejo Manu, una muerte estúpida en pocas horas», cuenta una anécdota. «Era de derechas de toda la vida», recuerda. «Lo teníamos de cuerpo presente cuando unos paisanos vascos jubilados y equivocados de dirección subieron a dar el pésame al grito de gora eta militarra».

El nuevo inquilino de El Tejar de la Mata va poco a poco asentándose, adaptándose a la Alcarria y a sus moradores, a los que retrata física y sicológicamente en el siguiente apunte. Para superar la prueba le recomiendan: «No llames la atención, pasa inadvertido, como en la mili, no te vayas de la lengua. El hombre es dueño de lo que calla y siervo de lo que dice».

San Pancracio con perejil

Para mezclarse con sus vecinos elige el único lugar posible, el bar del pueblo, que ofrece «un futbolín, una estufa en medio, con su tubo de salida de humo, un calendario de paisaje suizo, unas ajadas, abarquilladas fotos de toreros, unos rehiletes colgados de la pared y la imagen de san Pancracio con perejil a los pies». Allí, hablando del tiempo, de la calabaza más grande o de «si es mejor el amor de invierno (seco) o el de verano (sudado), va conociendo a un paisanaje al que acabará admirando y que le acabará admirando a él.

Esa facilidad para conectar con las personas refleja la auténtica humanidad de Leguineche, quien siempre elegía a los humildes. En cierta ocasión, relata, le preguntaron por el personaje que más le había impresionado de todos los que había conocido en su vida. Se acordó de Hemingway, de Borges, de Los Beatles o de Greta Garbo, entre los cientos de insignes y respondió seguro: «El héroe anónimo. Uno está a favor de los que sufren la historia».

Allí, en El Tejar, que acabará dejando por un caserón en la cercana Brihuega, Manuel Leguineche encontró la tranquilidad necesaria para poner en orden sus pensamientos y plasmarlos en el papel. «Se oye el silencio», proclamaba entusiasmado, harto del estruendo exterior. «Los españoles chillan, no hablan», afirma en otra parte. «Todo es confusión de charlas cruzadas, simultáneas, atropelladas».

Sus descripciones son tan certeras que uno siente el calor de la chimenea y el viento soplando fuer. Y la calma que permitió a este excelente escritor y periodista contar al ritmo que deseaba muchas de las historias, anécdotas, viajes y lecturas que pudo acumular en tantos años apurando el mundo y recorriendo la vida. Y viceversa.

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