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Enrique Berzal
Domingo, 4 de diciembre 2016, 20:59
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Arte, política, la muerte del poeta Leopoldo Cano como telón de fondo, el magnetismo profesional de Emiliano Barral y un Consistorio convulsionado en las postrimerías de la Segunda República. Con tales ingredientes se tejió la peripecia de una de las esculturas más enigmáticas, desconocidas y peor paradas en el Valladolid de los años 30. Llevaba por título La Frontera y era obra del célebre escultor segoviano Emiliano Barral, fallecido en la guerra de España hace justamente 80 años.
Autor asimismo de la escultura de Gaspar Núñez de Arce, que en 1932 inauguró en el Campo Grande el alcalde y buen amigo suyo Antonio García Quintana, Barral era muy estimado en los ambientes culturales de los años 20 y 30. A pocos sorprendió, por tanto, que en agosto de 1934 resultara ganador del concurso convocado por el Ayuntamiento para honrar en piedra al poeta Leopoldo Cano, fallecido en Madrid el 9 de abril de ese mismo año.
Adjudicado el monumento por 24.000 pesetas, el Consistorio tenía pensado ubicarlo en los jardines de la Plaza de la Libertad, muy cerca de la casa que habitó el poeta y del Teatro Calderón, donde obtuvo algunos de sus éxitos más destacados. A propuesta de los ediles, se decidió honrarle con un monumento que expresara alegóricamente el contenido de su poema La Frontera, decisión que El Norte de Castilla, a través de Carlos Rodríguez Díaz, juzgó desacertada: «Se deseaba que dicho monumento no lo constituyeran ni la estatua corriente ni el busto de rigor, y por ello se pensó que fuera una representación de una obra del popular escritor. Hemos de confesar que el acierto no presidió la elección del asunto, ya que se eligió un apólogo que no es, ni con mucho, lo más representativo de Leopoldo Cano», sostenía el periodista en la edición del 7 de abril de 1935.
Mientras Barral modelaba La Frontera en su estudio madrileño, la tensión política convulsionaba el Consistorio de Valladolid. Acusado, como otros muchos ediles socialistas, de propiciar el movimiento revolucionario de octubre de 1934, Antonio García Quintana fue cesado por el gobernador civil y sustituido por el miembro del Partido Radical Mariano Escribano Álvarez. Las desavenencias con Barral, de conocida filiación socialista, no se hicieron esperar. Como señala Ana María Pérez en un artículo publicado en el Boletín de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción, la nueva Corporación comenzó cuestionando el cumplimiento del contrato por parte del artista segoviano, incluso varios ediles se desplazaron a Madrid para comprobarlo.
Cuando vieron que todo estaba en orden le propusieron cambiar el emplazamiento de la obra, planteado en el jardín situado frente al número 13 de la Plaza de la Libertad, aunque finalmente se acordó dejarlo allí a condición de ejecutar ciertas reformas urbanísticas que permitieran ampliar las calzadas de la Plaza. El monumento llegó a Valladolid a principios de abril de 1935, listo para ser inaugurado coincidiendo con el aniversario de la muerte del poeta.
Barral había interpretado la poesía de Leopoldo Cano como una oda a la fraternidad universal, por lo que optó por una composición alegórica harto singular: una gran figura femenina, hierática, mirando al frente, con la pierna derecha y el brazo derecho levantados, mientras sujetaba un manto que le caída al lado del cuerpo. Tres niños desnudos, situados a la izquierda, con los brazos levantados, le agarraban la ropa. La hojita de olivo que portaba en su mano era el símbolo de la paz.
Aquel 9 de abril de 1935, Valladolid tributó el homenaje merecido al poeta con un acto solemne abarrotado de gente. Un hijo de Leopoldo Cano acompañó a las autoridades y presenció cómo el alcalde descubría el monumento a los acordes del Himno de Riego. Luego, ya en el Consistorio, Narciso Alonso Cortés y Emilio Alarcos disertaron sobre la obra del homenajeado.
Encontronazo
Pero la historia de la singular escultura no había terminado. Apenas 15 días después de su inauguración, la comisión de Gobierno del Ayuntamiento cuestionaba la idoneidad de la obra aduciendo informes negativos emitidos por la Comisión Provincial de Monumentos. Cuando el alcalde escribió a Barral instándole a cambiarla por un simple busto, el segoviano montó en cólera. En carta fechada el 7 de mayo de 1935, no solo se negaba a hacerlo, sino que achacaba el juicio desfavorable de la Comisión a la inquina hacia un escultor socialista.
El tira y afloja duró más de un mes: Barral reclamaba las 9.000 pesetas que se le adeudaban y Escribano le exigía el traslado de La Frontera al Campo Grande. En julio de 1935, el nuevo regidor, Ángel Chamorro, aceptó que el Ayuntamiento corriera a cargo del traslado y que lo dirigiera Barral, quien también habría de pulir el monumento. Sin embargo, cuando éste solicitó una prórroga por motivos de salud, el Consistorio se lo negó de plano y rescindió el contrato. El Norte de Castilla dio la noticia el 14 de septiembre de 1935. La Frontera fue desmontada y trasladada a un lugar apartado de la vista de los ciudadanos.
En su lugar se colocó un busto de Leopoldo Cano realizado por José Moreno Cheché. Tras las elecciones de febrero de 1936, que darían el triunfo a la izquierda y posibilitarían el regreso de Antonio García Quintana a la alcaldía, se retomó el asunto. El 12 de marzo de 1936, el alcalde manifestó a los periodistas «que hace días, visitando el Parque municipal, observó que el frustrado monumento a don Leopoldo Cano, obra del escultor señor Barral, se hallaba arrumbado en uno de los patios de aquella dependencia. Sin juzgar respecto del acierto o de la escasa fortuna del escultor, es lo cierto que en aquel monumento hay unos motivos artísticos aprovechables», informaba El Norte de Castilla. En contacto con el escultor, decidió «estudiar un nuevo emplazamiento del monumento, y previo el retoque que en éste sea necesario, colocarlo en algún jardín de la ciudad».
Así se hizo: en julio de 1936, el malogrado monumento de Barral quedó instalado en los jardines de la Plaza de la Trinidad. Pero por poco tiempo: el golpe militar que el 18 de julio provocó la guerra civil facilitó que los grupos más reaccionarios se ensañaran con la obra y terminaran derribándola. La Frontera de Barral cayó en el olvido, hasta que a principios de la década de los 80 del pasado siglo el catedrático de Arte, Juan José Martín González, descubrió el torso de la matrona en el Santuario de Nuestra Señora del Carmen Extramuros, junto al Cementerio municipal. La Junta Directiva de esta Devoción decidió donarlo al Museo Nacional de Escultura, que en 1984 lo instaló en el patio de acceso a la Capilla del Museo Finalmente, en el año 2000 se trasladó al jardín del Colegio de San Gregorio.
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